Friday, September 13, 2002

ENTRE LA CAUSALIDAD Y LA CASUALIDAD

Miguel Seipel


Nada de lo que ocurre en la Argentina es producto del azar,
es decir ni por casualidad esto obedece a fuerzas mágicas ni
intergalácticas.
Quien haya vivido en la Argentina más de cuatro lustros, no
puede soslayar haber recibido una educación occidental y
cristiana. Quiero significar con esto, que cuando uno
realizaba cualquier acto privado o público, en primer lugar
no hacia más que poner atención en la voz de la conciencia
para escrutar de su bondad o malicia.
Este simple hecho, de deliberar y juzgar interiormente,
estaba reñido con las buenas costumbres, que nuestros
mayores marcaban en carácter de débito. No obstante esta
intuición natural para algunos, para otros eran exigencias
sobrenaturales.
Quiero significar, que no solo las
instituciones profanas sino también las religiosas, e
indudablemente la familia que interactuaba con las primeras
dando todo apoyo para continuar con una educación sobre todo
en las virtudes, como escalón necesario para el logro de los
valores, participaban subsidiariamente y solidariamente
todas para la formación integral de la persona humana. De
esta forma todo apuntaba al mérito, pero este mérito no solo
tenía ribetes naturales, sino también sobrenaturales, que en
definitiva no era más que escalar desde la inmanencia hacia
la trascendencia, instrumentando este paso con la virtud de
la magnanimidad, que junto a la humildad su fiel servidora,
hacían del ser hombre arquetipos de la heroicidad, sabiduría
y santidad.
Hago esta breve introducción para mostrar que la vida del
hombre estaba plenamente signada de valores, sobre todo los
honestos.
Hoy, el hombre ha pegado un giro copernicano, por empezar no
existe un más allá, sino un sensible más acá. En otras
palabras la pérdida de la visión sobrenatural, ha hecho
que el hombre se relacione queriendo y amando todo aquello
que le brinda una utilidad. Una forma muy sencilla de
penetrar el mundo de lo sensible, poniendo todo lo que posee
al servicio de lo palmario, de lo concreto, de lo palpable y
verificable. Este nombrar todo aquello que impregna los
sentidos, no es ni más ni menos que el viejo nominalismo
remozado.
Al menos de esta manera podemos mostrar, que las relaciones
se tornan más difíciles entre los congéneres, porque si hay
algo que nos diferencia es lo singular, y hoy esto se toma como
Patrón de medida y de norma.
Por el contrario antes nos unían cuestiones universales y
perennes, era una participación de todos los singulares en
el universus, de donde se seguía un orden cosmológico de las
cosas. Valga una frase del Aquinatense al respecto: "orden
es lo mejor que las cosas pueden tener, porque es la
armónica y sinfónica disposición de las partes al servicio
del todo".

Es evidente que este caos nominalista generado aviesamente,
es la causa de tanto trauma, tanta discordia, tanto
sufrimiento, tanta injusticia y sobre todo tanta felonía.
Y esta causa que se la quiere hacer pasar por casualidad,
contingencia, accidente, devenir y por ventura, no es nada
más ni nada menos, que la causa elegida por los traidores de
lesa patria, que encima nos quieren enrostrar tamaña
responsabilidad e imputabilidad.
Pero la Patria resurgirá como el ave fénix de las cenizas
dejadas en herencia por esta chusma politiquera y corrupta,
y no seremos nosotros quienes los juzgaremos, nuestra
prudencia nos indica como otrora que son malas personas, la
historia se encargará de juzgarlos, y su mérito será
anatema.
A nosotros Argentinos nos queda la tarea de reconquistar la
herencia cultural y religiosa, la comunidad política y sobre
todo la justicia social. Si bien nosotros ya no veremos los
frutos, seguro estemos que estas causas honestas serán
condignas.




Thursday, September 12, 2002




PARA TRATAR DE PENSAR LOS MECANISMOS QUE PRODUCEN SUBJETIVIDAD BAJO LA “SITUACION CORRUPTA”

Sobre la función del testigo y la corrupción “radiactiva” Una situación corrupta propicia determinadas subjetividades: está quien se adapta a las ofertas de una ley quebrantada, pero también quien se sitúa en el –riesgoso– lugar del testigo. Pero, además, la situación producirá efectos inauditos en todos los miembros de la comunidad: para volver a pensarlos, la autora propone un concepto nuevo “imposición radiactiva”.

Por Janine Puget *

La “situación corrupta” obtiene su consistencia proponiendo reglas capaces de ser modificadas por decisiones singulares de los miembros de ese conjunto: lo que podemos llamar su problema es cómo robar mejor. Se superpone al contexto de legalidad como si se trataran de lo mismo pero en realidad se instala a la sombra de la Ley. Se confunden reglas y ley. Propone su propia lógica. En ella hay lugar para la irrupción de una subjetividad singular que depende de la particular interpretación de las reglas. Por ejemplo, un policía tiene la orden de no permitir que se produzcan desmanes. Entonces, ya es él quien decidirá lo que es un desmán según su buen saber y entender, y qué entiende por no permitir, lo cual puede incluir el cobro de coimas.
Sobran ejemplos. Las decisiones singulares son de extrema fragilidad en la medida que dependen de una ética de situación que determina sus propias reglas. Pero la situación corrupta es de extrema solidez, dada por reglas secretas.
No toda decisión singular en una situación corrupta es del mismo orden. Quien habita una situación corrupta puede crear un nuevo espacio inventando –a sus riesgos– un nuevo personaje, y uno de los que considero paradigmático es el del testigo. Este piensa y actúa desde adentro, lo que le obliga a ser otro, inaugurando un adentro-afuera: pertenece a la escena y simultáneamente puede hablar en ella y de ella. Hay que diferenciarlo de quien es mero espectador.
Saberse nuevo personaje no es sin costo, ya que en algún sentido es una respuesta a una imposición, la que impone el contexto corrupto, y exige tomar contacto con un sí mismo desconocido.
La institución del testigo es una figura fundamental que da un nuevo sentido a una situación que se autoalimenta. Porque el testigo es quien nombra –aunque el nombre sea incompleto– una versión de aquello que está mirando pero no viviendo. Es una creación basada en la imposición de alteridad y no en lo que se entiende por identificación. El testigo deberá ir acotando la situación.
Me sirve de base para pensar la figura del testigo aquel personaje que, en los campos de concentración, se llamó “El Musulmán”, así denominado porque adoptaba la posición encorvada de los musulmanes al rezar: en los campos, estas personas ya no tenían lenguaje, habían sido reducidos a una suerte de condición biológica. Otros autores piensan que “Musulmán” era en ese contexto una manera de denominar al sujeto exilado de su propia comunidad. En todo caso, si se sabe de ellos es por la función de los testigos como Primo Levi y tantos otros que pasaron por los campos de concentración y narraron que aquellas personas habían existido. El testigo sólo dice lo que ve; el testigo mira, tiene un cierto saber, piensa, opina, decide y su posición es de otro, de alter.
Otro tema es el que se refiere a los actos corruptos. Una gran parte de la población se entera o tiene un cierto saber referido a la producción de actos corruptos realizados por personas o entidades. Estos actos, hablados por los medios de difusión o por comentarios generales, nos ubican como espectadores, por lo cual con cierta distancia de los actos que toman la cualidad de ajenos sin que sea fácil hacer consciente lo que en sí misma van imponiendo. El espectador al mirar desde afuera cree no participar en el sentido de formar parte. Mientras que el testigo es un personaje que da una nueva vida a aquello que mira.
Es penoso admitir que al habitar un contexto corrupto intervienen mecanismos de imposición y de incorporación, mimetización e identificación inconsciente con modalidades correspondientes a los valores del conjunto (ver más abajo).
Vivir en un contexto corrupto no es trivial. Cuando en el consultorio el material de un paciente tiene que ver con habitar una situación corrupta, me he encontrado muchas veces sin palabras. ¿Qué entiendo por sin palabras? Simplemente que me es difícil pensar como intervenir si no es denunciando, acusando, o tan sólo recortando la situación como diferente de otras. Otra posibilidad lleva a decidir que no es un material analizable y que tan sólo serán analizables las ansiedades y conflictos éticos que despierta en el paciente. En realidad, lo que sucede es que nos enfrenta ante un dilema ético de difícil solución. La ilegalidad exige reglas que sólo tienen vigencia para quienes las proponen. Y para nosotros se agrega la falta de teorías, o sea de orden, para tratar el tema. No existe referente seguro que guíe nuestro posicionamiento y el de los pacientes ante situaciones corruptas.
Radiactividades
Las reflexiones acerca de situaciones sociales violentas y situaciones corruptas me han llevado a volver a pensar en distintos mecanismos de transmisión inconsciente no contemplados habitualmente en la teoría. Uno de ellos es lo que llamo identificación radiactiva y el otro imposición radiactiva.
El concepto de identificación radiactiva fue utilizado por Yolanda Gampel para comprender los fenómenos causados por el Holocausto en la segunda y tercera generación. Es una identificación que salta de generación en generación sin que se sepa cómo. El hecho es que, en descendientes víctimas del Holocausto, se detectan signos vinculados con la Shoah, sin que esté claro el mecanismo. Si estuviera claro, se trataría de una identificación transgeneracional, pero no. Como los efectos de la radiactividad, éste no opera en forma lineal ni previsible. Es aleatorio, opera por saltos. Se dirige hacia cualquier parte y, como la radiactividad, es nocivo aunque, como la radiactividad, tal vez pueda tener distintos usos.
La imposición radiactiva –que propongo por mi parte– se refiere a un vínculo donde el otro crea “efectos de presencia”. En todo vínculo entre sujetos, además de las identificaciones, se crean efectos de presencia: cada uno de ellos impone su presencia al otro y lo descoloca de su organización psíquica. En una conversación puede suceder esto: el que trasmite un concepto, al “metérselo en la cabeza” al otro le impone un cierto grado de desorganización psíquica; el otro a su vez, al hacerle preguntas al primero, produce el mismo efecto.
Necesitamos un concepto que dé cuenta de efectos a distancia, que atraviesan a los conjuntos y a cada sujeto sin seguir una linealidad, relacionados con eventos impuestos desde una exterioridad, que provienen de algún lugar no discernible y que no siguen los patrones habituales de comunicación; esos atravesamientos no determinan necesariamente una identificación, o sea una modificación del yo.
Estamos expuestos a otros efectos que producen atravesamiento radioactivo, que no sabemos cuándo ni cómo llegan ni cómo nos atraviesan y que originan nuevas organizaciones. Hay efectos que dejan identificaciones y otros que determinan desorganizaciones sorpresivas y fugaces, produciendo modificaciones de la pertenencia a lo social.
El término “radiactivo” debiera ser una metáfora que nos permita pensar en una trayectoria que no sigue los patrones habituales y que tanto puede generar catástrofes de distinto tipo como beneficios también muy variados. Sin embargo, es difícil saberse portador de efectos invisibles sin que ello implique ni culpa ni responsabilidad.
Muchos son los síntomas detectables de ambos mecanismos: por ejemplo la repetición de términos que se instauran como representativos de ese momento y que provienen de instituidos por los medios masivos de comunicación, que proponen un especie de prêt-à-porter. O comportamientosque no pueden ser explicados en función de la historia de un sujeto o de un grupo. Otro dato a tener en cuenta es cómo las noticias son escuchadas en función del contexto en el que cobran sentido. Por ejemplo, una noticia se inscribe según el colectivo que la produjo. Una persona que vive en un país en conflicto pero estuvo alejada durante un tiempo relataba que al llegar allí experimentó efectos imposibles de poner en palabras con personas que viven fuera de ese colectivo específico; todo era nuevo.
Las situaciones que se plantean en el mundo que nos rodea también tienen un efecto de imposición radiactiva: se nos imponen sin que sepamos cómo. Por ejemplo, los eventos de violencia en la vida diaria. El secuestro y muerte de Diego Peralta, por ejemplo, a través de los medios de comunicación, impondrá, ya impone a mi organización psíquica algo que no puedo prever; a cada uno de nosotros nos desorganiza y reorganiza el psiquismo sin que sepamos cómo. No es exactamente una identificación. No es que vayamos a entrar en duelo como la familia, o a matar, identificados con el agresor. Es un efecto pero imprevisible, inasible.

* Miembro titular de la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires (Apdeba). Texto preparado a partir de un trabajo presentado en las Jornadas “Piera Aulagnier. Un pensamiento original”, agosto del 2002.


NOSTALGIAS DE UN PAIS PERDIDO
Somos herederos de una historia inconclusa, irrealizada, soñada y renunciada por generaciones. El desafío es recrear la proeza de su fundación.


Silvia Bleichmar. Psicoanalista.

Durante más de cincuenta años los argentinos leímos, una y otra vez, en el Billiken, la gesta de Mayo. Durante más de cien años, a partir de la fundación de la enseñanza pública representamos, una y otra vez, en los actos escolares, damas de miriñaque, caballeros de galera, negritas mazamorreras, vendedores de velas, serenos, aguateros.

Durante varias generaciones dibujamos, una y otra vez, la casa de Tucumán con sus trencitas retorcidas delanteras y el Cabildo con ventanitas verdes, cantamos la marcha de San Lorenzo y esbozamos, calcamos, difuminamos, pegamos, imágenes de San Martín a caballo, de frente, de viejo, de joven, salvado por Cabral, montado en su caballo blanco, rodeado de mulas, abrazado a O''Higgins...

Año tras año, en mayo, julio y agosto, recibimos, intentando adherir a nuestro ser, la gesta libertadora, la fundación de la Patria, la Revolución y la Independencia. No nos fue fácil diferenciarlas: nunca entendimos muy bien, ni siquiera de niños, qué querían decir política y económicamente cada uno de esos gestos fundantes.

Supimos desde siempre que existimos a partir de ellos; se nos dijo que somos libres y nos ganamos el respeto del mundo a partir de ellos, que no seríamos sino una colonia sin ellos, que a partir de eso ya no dependemos de la voluntad de rey extranjero alguno, que no tendríamos bandera, himno ni escarapela si no fuera por ellos, que somos dignos y que, a Dios gracias, todo ello nos permite, en los actos escolares, bailar el pericón y no la gavota.

Y sin embargo, pese a todo esto, irreductiblemente, irremediablemente, los argentinos seguimos diciendo, cuando nos referimos a la que deberíamos llamar nuestra patria, "este país". Y seguimos buscando la identidad en cosas aparentemente triviales, la buscamos desesperadamente, ardientemente, hasta que nos duelen las manos y los ojos de añoranza, explorando en esas pequeñas cosas rastros de aquello que nos permita detectar un resto de la que suponemos es nuestra identidad perdida: nos sentamos en aviones de Aerolíneas Argentinas, buscamos las estaciones YPF para cargar nafta, comemos alfajores Havanna, sumergimos en el té bizcochitos Canale, vamos a ver la quebrada de Humahuaca, nos detenemos un momento en Purmamarca, pasamos rápido ante la sala del velatorio de Lavalle en Jujuy, escuchamos turísticamente que hasta allí se llevaron a través del país los restos mutilados de un cuerpo despedazado sin juntarlo con los cuerpos despedazados con los que en cada siglo "el país", "este país" se cobra de manera siniestra su cuota de horror, no sólo de sangre.

Sentimos, sin saberlo del todo, que ya no hay aviones de línea nacional, ni nafta de extracción nacional, ni bizcochitos Canale ni alfajores Havanna hechos por viudas o familias de inmigrantes, y que el norte fue arrasado hace ya tanto tiempo que ni siquiera podemos sospechar que los bosques de quebracho que alguna vez poblaron la desolada tierra salteña se fueron en el tanino con el cual se curtieron los cueros que salieron al mundo, y que junto a los cueros se curtieron los cuerpos de quienes los trabajaron hasta dejarlos grises y parejos con el color de la miseria, y que los sabores se tornan cada día más extraños, y que por eso buscamos desesperadamente, aferrados a esas migas de alfajor de maizena despedazado de lo que alguna vez fue la patria, el sabor y el olor de lo que amamos.

Y cuando nos levantamos a la mañana seguimos buscando en el guardapolvo blanco el símbolo de un proyecto de país tendido hacia el futuro, sabiendo que ese guardapolvo ha devenido la marca de la pobreza, que cada niño que porta el uniforme del país que quisimos ser es hoy un candidato a la miseria y la marginación, y que nos alegramos cuando los vemos manchados con mate cocido, café con leche o sopa, porque el color impoluto que fue orgullo de generaciones de madres es hoy la uniformidad de la miseria que sólo se ve arrancada de sí misma por la voluntad infantilmente férrea de quienes se resisten a dejar de ser.

Y como los esclavos negros que en el Brasil colonial acuñaron una palabra con la cual expresar sentimientos que estaban más allá de lo representable, y encontraron en el vocablo banzo —un fragmento de la lengua madre de Angola caído para llenar el vacío que el portugués abría sobre la nostalgia— un modo de expresar esa extraña añoranza de lo no conocido, de la tierra de los ancestros, del escenario mítico en el cual se despliega el recuerdo de la libertad nunca vivida, los argentinos intentamos capturar el reflejo empobrecido en sonidos e imágenes de la patria que las figuritas y representaciones de la infancia nunca terminaron de hacer vívida.



Derecho a la identidad

Porque si seguimos diciendo "este país" es porque nunca pudimos sentirnos dueños de su cuerpo. Y el territorio cercado por el cual periódicamente circulamos libremente nunca terminó de ser poseído por nosotros, y cada vez que intentamos poseerlo nos despedazaron, y cada vez que dijimos que teníamos derecho a definir su historia nos derrotaron, y la identidad es entonces un sueño que periódicamente se torna pesadilla y nos vemos compulsados a un dormir sin sueños.

Por eso añoramos lo que nunca tuvimos, y a cada niño que aprende la historia patria deberíamos enseñarle que los héroes de la Independencia no nos legaron más que un proyecto, y que la única manera de que la independencia deje de ser una figurita que se pega en el cuaderno es enseñándole que él es el heredero de esta historia inconclusa, irrealizada, soñada y renunciada por generaciones, y que cada uno deberá reeditar y recrear la proeza de su fundación.

Y deberemos enseñarles, también a nuestros niños, que sí tienen derecho a la identidad, pero que esta identidad no es simplemente la herencia étnica del crisol en el cual se gestó la amalgama entre la Argentina indígena y el país criollo, ni del mestizaje entre gringos y charrúas, ni entre negros y lo que fue sedimentando de todo lo demás, ya que la extinción de los tobas es también la extinción de la pampa gringa a manos de los rentistas de la tierra. Y deberemos decirles también que esa identidad no fue nunca concluida, y que es mentira que Argentina y Australia tuvieron el mismo punto de partida y nosotros, los argentinos, por imbéciles, dejamos que todo se nos fuera de las manos, ya que en realidad el destino no estuvo en nuestras manos sino por breves períodos, y no lo dejamos ir sino que nos lo arrancaron. Y en eso sí tenemos una responsabilidad, que no es lo mismo que tener la culpa, ya que no tuvimos la fuerza necesaria para impedir que los ladrones, los verdaderos culpables de nuestra miseria, fiestearan a nuestra costa y aceptamos en cierto momento los huesos y en otro salvamos el pellejo, pero nunca pudimos evitar que se llevaran lo nuestro.

Y también deberemos transmitirles la idea de que la historia por la Independencia no acabó en el 1800, y que si no hay muchos que tengan algún ancestro que peleó en Vilcapugio y Ayohuma, ya hay millones de nietos de hombres y mujeres que pelearon batallas durante todo el siglo XX, y que los padres, abuelos y bisabuelos de nuestros escolares estuvieron en el 30 defendiendo la democracia o siendo arrasados por el golpe de Uriburu, y avanzaron sobre la Capital en el 45, y fueron reprimidos en el 50, y luego masacrados en el 55, y estuvieron en la fundación de sindicatos y escuelas, y participaron de las luchas en defensa de la Universidad de los 60, y se plantearon, de uno u otro modo, construir un país distinto en los 70, y se quedaron y resistieron como pudieron o se fueron al exilio y volvieron, y siguieron resistiendo, y murieron en la Plaza de Mayo en el 2001, y en los piquetes en el 2002, y fundaron comedores populares e hicieron teatro en las plazas, y escribieron poemas, artículos, libros, botellas al mar de la Web. Y que diariamente reparten si no escarapelas celeste y blancas, comidas en ollas improvisadas en el medio de la calle que comparten con sus hijos que se ponen los guardapolvos blancos luego de marchar por esas mismas calles construyendo una historia que les permita sentir que recuperan su posibilidad de futuro.

Y entonces sí, cuando hayamos podido cobrar dimensión de esta historia, la rudimentaria identidad de sabores y olores con la que persistimos tenazmente aferrándonos para seguir siendo algo más que habitantes de este territorio, podrá ser afirmada en el pasaje a la apropiación definitiva de un país que llevamos inscripto hasta el borde de la desesperación y la nostalgia.



Wednesday, September 11, 2002

QUE AMERICA VUELVA A SE AMERICA



JUAN LUIS CEBRIÁN



'Cuando el poder conduce al hombre a la arrogancia, la poesía le recuerda sus limitaciones, cuando el poder corrompe, la poesía limpia'. Estas palabras de John Fitzgerald Kennedy, pronunciadas en honor del laureado poeta americano Robert Frost, merecerían servir de tema de meditación para los actuales dirigentes de la Casa Blanca. Kennedy invitó a Frost a su toma de posesión presidencial, rogándole leyera unos versos en tan señalada ceremonia. El escritor contribuyó a celebrar la ocasión con dos poemas. Uno de ellos, La ofrenda total, lo recitó de memoria ante los miles de invitados congregados en la plaza del Capitolio y es ya un clásico en la literatura americana contemporánea. La ofrenda total, según Frost, es la que los ciudadanos de América hicieron de sí mismos a un país que se construía 'imprecisamente hacia el oeste'. 'El acto de la ofrenda -puntualiza el poeta- lo constituyeron muchos actos de guerra'.

Los Estados Unidos son el fruto histórico de la combinación entre el poder militar y económico y las convicciones espirituales de un pueblo en busca de su propio destino. A lo largo de más de dos siglos, han construido su fortaleza basándose en la defensa de la libertad individual y del derecho de las personas a la búsqueda de la felicidad. País de inmigrantes, es un ejemplo de multiculturalismo, aunque en sus elites predomine aún el rancio orgullo de los viejos colonos británicos que, durante décadas, supieron hacer del 'sueño americano' una meta alcanzable para cuantos creyeran en la libre iniciativa y estuvieran impacientes por poner a prueba sus capacidades frente a las de sus competidores. En nombre de esos principios acudieron repetidas veces en ayuda de una Europa amenazada por el totalitarismo y las mismas creencias les sirvieron de oportunidad o pretexto para intervenir, abierta o clandestinamente, en numerosos puntos del globo a lo largo de la segunda mitad del pasado siglo. Pero nunca como hoy el Gobierno de Washington había mostrado antes tan a las claras la faz del imperio, nunca, hasta ahora mismo, había puesto en práctica, de manera unilateral e inequívoca, una política imperial que vela por los intereses de su poder, al margen o incluso en contra del espíritu que dio origen a la construcción del país. Nunca tampoco, por eso, se ha echado tanto de menos en sus ceremonias oficiales la voz de los poetas, capaz de poner el contrapunto a las invectivas doctrinarias y la intolerancia cínica que los asesores del presidente Bush exhiben sin complejos.

Pueden ser los efectos del 11 de septiembre, o quizá se trata de una tendencia ya entrevista en los albores de la era Reagan, incluso en la visión primitivamente global de Richard Nixon. En cualquier caso, los atentados de hace un año contra las Torres Gemelas y el Pentágono marcaron, como era previsible, una inflexión histórica en las relaciones internacionales, pero también un cambio profundo en el comportamiento del poder respecto a los propios norteamericanos. Tras su declaración de guerra total al terrorismo, los Estados Unidos optaron por el unilateralismo casi absoluto en la política mundial mientras en la interior asumieron el sacrificio o la erosión -momentánea, dicen- de un buen puñado de libertades y derechos constitucionales, a fin de combatir más rápida y eficazmente a las fuerzas del eje del mal. Apenas una crítica, por cierto, ni siquiera entre los aliados europeos, respecto a esa división del mundo entre el mal y el bien, un maniqueísmo de raíz orientalista que desdice de la tradición ilustrada en la que se inspiraban los padres fundadores, aunque pueda ampararse en lo más granado de los hábitos de Hollywood, en cuyo cine aprendimos que la realidad se componía casi exclusivamente de indios y vaqueros. A estos últimos les correspondía el papel de victoriosos héroes.

La descripción del panorama es relativamente simple. Los gobernantes de la Casa Blanca están convencidos de que, antes o después, probablemente antes, habrá un nuevo ataque terrorista contra objetivos civiles en los Estados Unidos, y así lo han anunciado a la población. La cuestión no es preguntarse sobre si ese acto sucederá o no, sino cuándo y cómo ha de ocurrir. Los servicios de inteligencia han denunciado la acumulación de armas de destrucción masiva por parte de algunos Estados y el tráfico probable o posible de bombas nucleares, procedentes del desvencijado arsenal de la antigua Unión Soviética. Ante amenaza tan insidiosa e indiscriminada, de acuerdo con el popular refrán de que más vale prevenir que curar, se preparan ataques preventivos contra países que albergan, o pueden hacerlo, bases terroristas. Esta teoría de que la mejor defensa es un ataque no es nueva en Washington y fue discutida con sus aliados durante años en el seno de la OTAN, incluso a la hora de plantearse el empleo de bombas atómicas. Todo parece posible bajo la bandera de la guerra contra el terror, una guerra que, como tal, es dirigida por los militares y sometida a las leyes bélicas, pero no tanto que se respete la Convención de Ginebra en el caso de los prisioneros de Guantánamo.

Aunque las autoridades norteamericanas tratan de hacer compatible esta nueva cruzada con el respeto a la libertad religiosa y la protección a las minorías musulmanas del país, la confrontación creciente con el mundo islámico, claramente simbolizada por el conflicto palestino-israelí, comienza a adquirir los caracteres, premonitoriamente anunciados por Huntington, de un auténtico choque entre civilizaciones. Progresivamente el mundo occidental, judeo-cristiano, comienza a considerar el Islam como enemigo a abatir, mientras el fundamentalismo musulmán se comporta con actitud simétrica respecto a los enemigos de la fe. Y esto que digo sigue siendo válido en lo esencial, aunque bajo ese choque de civilizaciones se oculte una sorda disputa por el control de las fuentes del petróleo y de los enormes yacimientos de gas de Asia Central.

Un balance somero de los efectos conseguidos por la política del Pentágono en los últimos 12 meses nos hace sospechar que es bien poco. A estas alturas todavía ni siquiera se sabe si Bin Laden está vivo o muerto, aunque las bases de Al Qaeda y sus métodos de financiación parecen seriamente perjudicados. A cambio, el sentimiento de odio hacia Occidente, mezclado de enormes dosis de miedo y humillante frustración, crece en grandes áreas de población islámica. Hemos vivido una peligrosa crisis entre India y Pakistán, contemplamos un reforzamiento de las posiciones extremistas en las naciones de la Liga Árabe, y asistimos a la pérdida de prestigio del Gobierno israelí entre sus aliados, pese a las matanzas y brutalidades cometidas por extremistas palestinos; la economía financiera se ha debilitado, en los países democráticos la confianza de las poblaciones disminuye y el apoyo que prestan a sus gobiernos se basa más en los terrores y alarmas que los propios dirigentes propagan que en los programas u objetivos que proponen; un ambiente de pesimismo general se ha adueñado de los líderes de opinión y las recetas clásicas para reavivar la economía no parecen suficientes a la hora de conjurar situación como la que vivimos; las crecientes demandas de solidaridad con los países más desfavorecidos y los pobres de la Tierra chocan por doquier con políticas de recorte presupuestario y con la impotencia o la indecisión de los gobernantes occidentales; Europa, sumida en un marasmo de dudas, encabezada por líderes que no ocultan su escepticismo respecto a los viejos proyectos de unión política, debilitados sus gobiernos por la crisis, no encuentra modo ni oportunidad de hacer oír su voz y de condicionar su apoyo a las políticas de la Casa Blanca, más interesada en obtener el plácet de países estratégicamente clave para sus propósitos, como Rusia o Turquía. En resumen, un año después de los atentados, el mundo no parece más seguro pero es, desde luego, más pobre y se encuentra más desorientado. Ése es un buen tanto que pueden apuntarse los fanáticos seguidores de Bin Laden.

Por eso decía que ha llegado el momento de que los burócratas de Washington desentierren las tradiciones kennedyanas y atiendan al pensamiento iluminador de sus poetas. Probablemente, entonces, la solución a los complejos problemas con que se enfrenta el mundo podría obtener respuestas tan sencillas como la que señala la necesidad de que los políticos de los Estados Unidos recuperen valores clásicos que alumbraron e hicieron poderosa a la nación americana. Esos valores de respeto a la libertad, de defensa de los derechos humanos, de fe en el individuo, de influencia de la opinión pública y de protagonismo del diálogo y la controversia en los asuntos de la gobernación. Let America be America again es el título de otra poesía del escritor negro Langston Hugues. Que América sea América de nuevo, que sea verdad el sueño que predica y sus gobernantes se muestren capaces de combinar la política del poder con un proyecto de libertad y solidaridad para el mundo, es condición indispensable para salir del agujero y poder despejar el horizonte de la actual crisis. No existe indicio alguno de que estén dispuestos a hacerlo, pero sólo así, desde la fortaleza moral de la democracia, podremos luchar con éxito contra la insidiosa amenaza del terrorismo de cualquier especie.




¿Guerra por la libertad o guerra contra ella?

NORMAN BIRNBAUM

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Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Universidad de Georgetown y autor de Después del progreso, de próxima publicación en España

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La revista The Economist es por lo general indulgente con Estados Unidos, pero recientemente ha descrito el actual estado de la libertad en nuestro país como 'una innecesaria victoria para el terrorismo'. Es comprensible. En dos amplias esferas, el Gobierno estadounidense ha contravenido sistemáticamente el derecho internacional y la Constitución estadounidense. La Convención de Ginebra, de la que somos signatarios, tiene descripciones exactas sobre el trato que se debe dar a los prisioneros de guerra. Sin embargo, Estados Unidos ha declarado que los prisioneros de la base de Guantánamo no están cubiertos por la convención. (De hecho, entre los prisioneros se encuentran personas no involucradas en la lucha, como el antiguo embajador talibán en Pakistán, considerado enemigo político o sospechoso de mantener conexiones con el terrorismo). Estados Unidos mantiene la base de Guantánamo desde hace más de cien años y no está inclinado a devolvérsela a Cuba, pero declara que no es territorio estadounidense y no está sometido al derecho estadounidense, ni a ningún otro que no sea la arbitraria designación por parte del Gobierno estadounidense de amenazas a la seguridad nacional y al orden internacional.

Ha creado un espacio extrajudicial que facilita el traslado de algunos prisioneros a otros países para ser sometidos a interrogatorio, un eufemismo para la tortura que el Ejército estadounidense prefiere subcontratar. Durante la guerra de Argelia, Maurice Duverger inventó el término fascisme a l'exterieur para definir la práctica por parte de las naciones democráticas de una odiosa represión fuera de sus fronteras. El problema del fascisme a l'exterieur, como demostró la mortal enfermedad de la IV República, es que no se puede limitar y acaba amenazando las libertades internas de los países que lo practican. Podemos recordar también que Hannah Arendt define el fascismo como la aplicación a las poblaciones europeas de las prácticas del imperialismo.

Los extranjeros que viven dentro de las fronteras estadounidenses desde el 11-S experimentan un estado policial. La detención indefinida bajo sospecha de delitos no especificados o vagos, la negación del acceso a asesoramiento jurídico, el uso de infracciones menores o triviales de la ley de inmigración y la manipulación o sabotaje de procedimientos administrativos o judiciales para mantener a las personas retenidas, la continuada negativa a permitir a dichas personas o a sus abogados que vean las pruebas que hay contra ellas (y, a menudo, la negativa a permitir que los jueces vean las pruebas, también) son casos que se dan a diario. La identidad y el número de los detenidos sigue siendo un secreto, exactamente como si Estados Unidos fuese el Chile de Pinochet. El Gobierno ha intentado justificar su conducta con el argumento de que amenazas extraordinarias exigen defensas extraordinarias, y cuando se le ha retado a que especificase la amenaza representada por un individuo determinado ha respondido con un grotesco argumento constitucional en el que se alega la doctrina de la separación de poderes para descartar el control judicial a la conducta del Ejecutivo.

Buena parte de esto, si no todo, no es nuevo, y un pequeño número de personas han recibido ese trato durante décadas, y a menudo han conseguido, después de años, que los tribunales las liberen. Lo nuevo es la agresividad y el alcance de la ofensiva del Gobierno, su intención abierta de desafiar, si fuese necesario, a la intervención judicial. No sólo los defensores de las libertades civiles como la American Civil Liberties Union, sino también la incluso lenta de American Bar Association (asociación de abogados estadounidenses) han criticado enérgicamente al Gobierno y proporcionado abogados para defender a los prisioneros normalmente insolventes. Las críticas del Congreso se han oído, si bien no demasiado fuerte, pero buena parte de la población ha aceptado pasivamente los argumentos del Gobierno. Al menos uno de cada 10 habitantes de Estados Unidos es extranjero, y obligatoriamente la coexistencia de dos ámbitos jurídicos -uno para los ciudadanos que tienen derechos y otro para los extranjeros que no tienen ninguno- demostrará finalmente ser inestable. A continuación se amenazará a los ciudadanos.

Mientras tanto, varios jueces han criticado e intentado corregir al Gobierno. Los jueces federales de Estados Unidos están nombrados a título vitalicio, y en el pasado han sido a menudo rigurosos y eficaces defensores de la libertad contra la intrusión gubernamental. Sin embargo, los jueces son nombrados por uno u otro partido: recuérdese que la mayoría republicana del Tribunal Supremo le regaló la presidencia a Bush. Es bastante incierto que esta mayoría se enfrente a sus mecenas políticos incluso en un área tan fundamental como la defensa de las libertades. Los antecedentes del Tribunal Supremo en tiempos de guerra no son espléndidos. Recientemente se negó a oír siquiera los argumentos de que la guerra de Vietnam era anticonstitucional y en la II Guerra Mundial confirmó el internamiento de los japoneses residentes en Estados Unidos. Los tribunales, en general, tienen en cuenta la opinión pública (ésa es la razón por la que esperaron tanto para poner fin a la segregación racial). Por lo tanto, el Gobierno de Bush tiene una estrategia para debilitar y anular la interferencia judicial con su ilimitado ejercicio del poder ejecutivo. Es la estrategia que también está utilizando para justificar el planeado ataque contra Irak. Proclama una emergencia nacional tan total que cualquier restricción al Gobierno se presenta como algo que probablemente provoque un desastre nacional.

Para un segmento de la opinión pública, basta con eso. El otro día, The Washington Post publicó una foto del presidente y del vicepresidente en la conferencia sobre asuntos económicos que celebraron en Tejas. Cada uno mostraba un juicio notablemente agudo. El presidente bostezaba y Cheney estaba al parecer dormido. Sin embargo, un lector indignado escribió al periódico para denunciar que la publicación de la foto era un ataque interno a una nación en guerra. Ein Reich, Ein Volk, Ein Fuehrer no es una idea exclusivamente alemana. Los supuestos enemigos de la nación son los árabes o los musulmanes, y la movilización de la ira o el prejuicio contra ellos es relativamente fácil. La excelente universidad estatal de Carolina del Norte pidió a los nuevos alumnos que leyesen un libro sobre el islam, y provocó una considerable protesta pública. Los tribunales se negaron a admitir una demanda de los fundamentalistas protestantes en la que declaraban que leer sobre el islam era una violación de los derechos de los estudiantes cristianos, pero algunos de los legisladores han solicitado a la Cámara legislativa estatal que deje de financiar a la universidad.

Es improbable que lo haga, pero la atmósfera política general padece contaminación autoritaria. Algunos de esos responsables (el antiguo secretario de Educación, William Bennett, y el antiguo director del Fondo Nacional para las Humanidades, Lynne Cheney) son intelectuales que han aprovechado el ataque para difamar a los críticos de las políticas de Bush acusándolos de criminalmente deficientes en patriotismo. The New York Times, que en sus editoriales se ha mostrado crítico con el Gobierno y ha publicado noticias sobre sus conflictos internos y sus intentos de engañar sistemáticamente a la opinión pública, ha sido tachado de 'parcial' o 'poco fidedigno'. Queda por ver si acabará organizándose un ataque económico contra el Times (la organización de un boicot y una reducción de la compra de espacio publicitario). La libertad suprema de los ciudadanos de una sociedad democrática, el uso del espacio público para producir opiniones autónomas y actuar en consecuencia, ha sido socavada por la innoble conformidad y la debilidad intelectual de los medios de comunicación, animados deliberadamente por los iniciadores de otro frente de represión jurídica.

Sin embargo, la eficacia y la supervivencia de las libertades constitucionales en Estados Unidos depende no sólo del rigor moral y la independencia del poder judicial -o de la vigilancia ejercida por ciudadanos preocupados y comprometidos-; depende de los representantes elegidos por el pueblo, el Congreso, que tiene el mandato constitucional de controlar y, si fuese necesario, cambiar el comportamiento del Ejecutivo. La trayectoria del Congreso hasta ahora ha sido ambigua. En general, ha fracasado en someter las políticas (y las intenciones) exteriores y militares del Gobierno a un escrutinio estricto; y, de esa forma, ha legitimado una atmósfera de unanimidad espuria en la que el Gobierno se ha considerado libre de cualquier restricción. Algunos miembros (como John Conyers, el veterano demócrata de la Comisión Judicial del Congreso, y el senador Patrick Leahy) han sido francos en su crítica al trato dado a los extranjeros. Muchos se han unido a los sindicatos de trabajadores de correos y comunicaciones y han declarado abominables los planes del fiscal general de convertir la vigilancia de cada vivienda estadounidense en una cuestión de política pública. Y otros han retrasado el plan para la creación de un nuevo departamento de seguridad nacional interna, con el convincente argumento de que crearía una monstruosidad burocrática a un tiempo ineficaz e ilegítima. (De hecho, el que el Gobierno no pudiese parar el ataque del 11 de septiembre quizá se deba al excesivo celo y a las mentiras del FBI. Había enfadado tanto a los jueces con un uso continuo de pruebas falsificadas que una comisión de jueces se negó a permitirle examinar el ordenador del supuesto vigésimo terrorista, que podría haber contenido la información sobre la conspiración). En general, sin embargo, el Congreso ha sido excesivamente pasivo.

Hay un veredicto en la jurisprudencia de Scots que atestigua el carácter no concluyente de las pruebas 'no demostradas'. No está demostrado que Estados Unidos pueda responder a las amenazas que lo acechan mediante la movilización ideológica para conseguir la hegemonía mundial, y retener las estructuras y texturas de una auténtica democracia constitucional. Y no es demasiado paradójico que la crítica abierta a la forma de llevar la guerra contra el terrorismo en su forma actual sea el único modo de garantizar la supervivencia de nuestra democracia. La libertad que no se practica muere.

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Monday, September 09, 2002

RESPUESTAS,RESPUESTAS,RESPUESTAS

JUAN GOYTISOLO
escritor.
Unos días después del 11 de septiembre publiqué un artículo de opinión en EL PAÍS titulado Preguntas, preguntas, preguntas. Era lo único que honestamente se me ocurría hacer ante el horror y magnitud de los atentados. Algunos de los interrogantes que me acuciaban han sido esclarecidos desde entonces; otros permanecen aún en una especie de limbo, pero esa hibernación provoca a su vez nuevas dudas y nos pone tras una serie de pistas más o menos fiables. Resumiré mis respuestas, a veces aproximativas, a la luz de lo acontecido a lo largo de este periodo.
La nueva era abierta por el ataque minuciosamente programado a los símbolos del poder norteamericano, preguntaba, ¿sería una reiteración a escala mundial de la espiral de 'castigos ejemplares' y réplicas suicidas, o conduciría a una reflexión global sobre nuestra civilización y sus lacras? Un año después, el panorama es desolador: ni Estados Unidos ni sus aliados europeos ni, sobre todo, Israel han salido de esta sucia espiral, y las amenazas de Bush al eje del mal y la política de tierra quemada de Sharon no apuntan a una solución pragmática de los conflictos, sino a una dramática exacerbación de los mismos.
La ignorancia de la clase política y del ciudadano medio estadounidenses tocante a los problemas del mundo allende las fronteras de su país, escribí, ¿cedería el paso a un esfuerzo por entender aquéllos más allá de la distinción maniquea entre las fuerzas del Bien y el imperio del Mal...? Desde la guerra de Afganistán verificamos que el lenguaje de Bush se asemeja cada vez más al del islamismo radical y del desvanecido Bin Laden en sus invocaciones a Dios y al castigo de los malvados: dos concepciones teocráticas cuya fascinación común por el poder destructivo de la tecnociencia se funda, al menos verbalmente, en su referencia a unos dogmas y mandatos divinos ajenos a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU de 1948. Un gran salto atrás: religión, economía y poder aparecen mezclados de modo inextricable sin que la opinión pública estadounidense advierta el peligro de esa involución.
¿Sería razonable, me decía, persistir en el unilateralismo y voluntarismo de Bush -en el artículo doy fe de ser Norteamérica la única depositaria de la seguridad mundial y de no estar sujeta por tanto a las leyes y convenciones internacionales-, en vez de buscar una acción conjunta de todos los Estados democráticos enfrentados también a la amenaza de los fanáticos del ultranacionalismo y del fundamentalismo religioso? La respuesta del propio Bush -después de haber asumido la total responsabilidad de la guerra en Afganistán y relegado a sus aliados europeos a un modestísimo papel de comparsas- no puede ser más contundente. En su discurso del pasado 2 de junio en la Academia Militar de West Point declaraba: 'Tenemos que combatir al enemigo [no precisaba cuál], destrozar sus planes y enfrentarnos a las peores amenazas antes de que surjan. Nuestra seguridad exige transformar el Ejército a fin de que esté listo para golpear sin previo aviso en cualquier rincón del mundo'. En corto: asumir el papel de gendarme mundial para mayor provecho del complejo tecnológico-militar de la industria armamentista norteamericana, cuyo presupuesto dobla el de la Unión Europea y supera el 40% del mundial.
El análisis de los extravíos perversos del nacionalismo y de los credos religiosos (de todos los credos religiosos y no sólo el musulmán), ¿podía obviar, preguntaba, la existencia de otro, tan o más inquietante, como el de la tecnociencia al servicio de las tentaculares empresas armamentísticas? De nuevo, el presidente estadounidense se encarga de aclarar las cosas a su manera. A partir de un principio que una gran mayoría de ciudadanos educados del planeta puede suscribir -'los peligros más graves a los que se enfrenta la libertad están en el cruce del radicalismo y la tecnología'-, Bush puntualiza: 'Cuando se extiendan las armas nucleares, químicas y biológicas junto con nuevas tecnologías de misiles, incluso Estados débiles y grupos pequeños podrán alcanzar un poder catastrófico para atacar a grandes países'. En otras palabras: los grandes países pueden disponer sin límite alguno de armas nucleares, químicas, biológicas y de las nuevas tenologías de misiles, pero los 'débiles', no. En virtud de ello, Estados Unidos se arroga el derecho de no firmar los acuerdos contra la proliferación de los instrumentos mortíferos antes mencionados -incluidas las minas antipersonas- sin que eso implique ningún cruce entre el radicalismo de los cruzados del Bien, bendecidos por Dios, y los intereses de los conglomerados de alta tecnología militar diseminadores de equipos bélicos a países amigos, por muy poco democráticos que sean, como es el caso de Arabia Saudí. Bush fomenta la busca de nuevas formas de guerra bacteriológica y destina la parte del león de su colosal presupuesto militar a la creación del escudo antimisiles -la famosa guerra de las galaxias- sin aceptar la evidencia de que este costosísimo sistema de defensa no impide carnicerías como la perpetrada el 11 de septiembre a partir del propio territorio norteamericano ni evocar el hecho tan poco glorioso de que las armas químicas fueron procuradas por Occidente a Sadam Husein para que las empleara contra centenares de miles de jóvenes iraníes en su guerra de agresión al régimen de los ayatolás y, de paso, sin que ello suscitara clamor alguno, contra la población kurda iraquí de Halabya. Al parecer, las nociones de radicalismo y de tecnociencia cambian según el color del cristal con que se miran.

La identificación y castigo de los asesinos de Al Qaeda y sus cómplices, escribí, ¿iba a limitarse a la pura venganza o sería el primer paso hacia un nuevo orden internacional basado en el respeto a los valores de la diversidad e intertolerancia, así como en la lucha contra la pobreza, la iniquidad y el racismo? Conforme verificamos hoy, aunque el objetivo de destruir Al Qaeda y el régimen de los talibanes se logró a medias -a costa de la vida de numerosas víctimas inocentes-, preciso es constatar que ni Bin Laden ni el mulá Omar figuran entre los presos de Guantánamo ni entre los cadáveres identificados en Afganistán. Su estatus indefinido -ni muertos ni vivos- favorece la perpetuación de una amenaza virtual, y con ello la continuación de una guerra atípica, sin límite espacial ni temporal, contra el terrorismo. Si, como reza el refrán, 'muerto el perro se acabó la rabia', el misterio que envuelve la desaparición del multimillonario saudí (huyendo a lomo de caballo hacia las cumbres nevadas del Himalaya) y del mulá Omar (en una modesta motocicleta) deja suelta la rabia y justifica las medidas profilácticas (¡oh, cuán suaves!) para evitar su propagación. Parece, pues, muy probable que, como en el caso del ántrax, ni la CIA ni el FBI ni el Pentágono ni la Casa Blanca pongan gran interés por resolver el enigma. En cuanto a la erradicación de la pobreza, de la iniquidad y del racismo no figura en la agenda de la única superpotencia. Nadie o casi nadie habla de la prioridad de esta acción, como si el recurso a las medidas defensivas y ofensivas contra el terrorismo fuera una panacea para todos los problemas de nuestro planeta minúsculo.
El trauma creado por la agresión brutal a Manhattan, preguntaba, ¿desembocaría en una militarización de nuestras conciencias y de nuestras sociedades o reforzaría, al revés, los valores cívicos contra la violencia terrorista afrontando las causas políticas, económicas y sociales que la alimentan? Otra vez los hechos refuerzan nuestro pesimismo. Los derechos cívicos han sido recortados de forma drástica tanto en Estados Unidos como en algunos países de la Unión Europea: el habeas corpus incluido en las cláusulas de la Constitución Española de 1978 es violado a diario no sólo para acosar a la nebulosa terrorista, ya sea de ETA o de Al Qaeda, sino a centenares de inmigrantes indocumentados retenidos ilegalmente durante semanas y meses en supuestos centros de acogida antes de ser expulsados a sus países de origen, tal y como reclama desde hace décadas Jean-Marie Le Pen. Tras la onda de choque del 11-S, las propuestas de Aznar, Berlusconi y compañía reproducen las de la extrema derecha europea xenófoba y racista. La mentalidad de Fortaleza Asediada y el miedo al inmigrante cosechan adhesiones y votos. La ética de nuestra clase política refleja el nuevo orden de cosas: como los cangrejos, camina hacia atrás. Las propuestas de Aznar del 29-1-2001 'para prevenir y reprimir el radicalismo de los jóvenes en los medios urbanos, cada vez más manipulados por los grupos terroristas', son un ejemplo crudo de la amalgama practicada por la nueva derecha que gobierna el mundo: contestatarios, antiglobalizadores, inmigrantes, son vistos como el caldo del cultivo en el que medra el terrorismo.
El conocimiento brutal del dolor y de la propia vulnerabilidad, ¿ayudarían, me preguntaba, al pueblo norteamericano a comprender la frustración y el desvalimiento de los pueblos víctimas del hambre, la opresión, el analfabetismo y de un apartheid que no osa decir su nombre...? Las esperanzas de que así fuese se han desvanecido. El desinterés del actual presidente estadounidense y en general de los gobiernos del Primer Mundo por frenar una política que ahonda el foso abierto entre ricos y pobres y deja de lado a clases enteras, países enteros e incluso continentes enteros, como es el caso de África, se manifestó con claridad meridiana en la última reunión de la FAO en Roma y en el rechazo por Bush de la llamada tasa Tobin. Los países ricos serán, al menos a corto plazo, más ricos, y los pobres, más pobres: las fronteras blindadas contra la inmigración y las exportaciones agrícolas de los Estados llamados piadosamente en vías de desarrollo agravarán previsiblemente la miseria de un gran número de países de África, Asia e Iberoamérica, mientras que la exportación de armas estadounidenses, europeas y rusas -entre ellas de minas antipersonas- a los señores de la guerra en diferentes zonas conflictivas (Cáucaso, Sudán, Somalia, Etiopía, Angola, Cachemira, Filipinas, etcétera) se cebarán en unas poblaciones azotadas por la miseria, las luchas interétnicas y las leyes inicuas del cruel dios Mercado.
¿Sería lícito y decente aprovecharse del horror creado por los atentados de Nueva York para justificar una nueva vuelta de tuerca en la asfixia del pueblo palestino y el aplastamiento de la 'hidra chechena'? Sin detenerme ahora en el terrorismo de Estado de Sharon, cuya relación con el de Hamás y Yihad Islámica es la de dos vasos comunicantes, la manipulación del 11-S por Putin es un ejemplo particularmente odioso de esa Sinfonía de Nuevo Mundo interpretada urbi et orbi por diferentes orquestas. Durante la campaña de Afganistán, los portavoces de la presidencia rusa divulgaron machaconamente la noticia de que el núcleo duro de Al Qaeda estaba compuesto por los muyahidin chechenos: el objetivo era mostrar a Bush que los enemigos de Norteamérica en Afganistán eran los mismos que los de Rusia en el Cáucaso. Esta presunta participación de los chechenos en Asia Central era, desde luego, inverosímil. ¿Por qué irían a combatir a miles de kilómetros de su país si tenían que contender con un feroz y sanguinario ejército de ocupación en casa? En el recuento de los enemigos presos y de los cadáveres identificados tras el derrumbe del régimen de los talibanes no apareció así checheno alguno. Pero la cruzada de Putin prosigue con las mismas razones justificativas que la de Sharon. En el curso de una visita a Israel, el ex ministro de Asuntos Exteriores, Josep Piqué, expresó su comprensión con la lucha contra el terrorismo palestino 'porque nosotros también tenemos a ETA', y durante el viaje de Putin a Madrid éste manifestó a su vez la suya ante Aznar con el argumento de que su país lidiaba también con el terrorismo caucásico. Por lo visto, ni Piqué ni Aznar advirtieron que al formular o admitir comparaciones hacían un regalo precioso a ETA: ¡la banda terrorista abertzale era enhestada de golpe a la categoría de la resistencia nacional palestina y la lucha de supervivencia chechena!
El recurso a un lenguaje ofensivo y discriminatorio contra vastas comunidades humanas -musulmana, árabe o palestina- en virtud de la funesta ecuación musulmán = islamista, ¿contribuye a combatir eficazmente el fanatismo terrorista o, muy al contrario, lo alienta? Pues si la distinción entre vasco, independentista y etarra resulta bien clara en España, ¿cómo tolerar la confusión entre musulmán, islamista y terrorista o entre Sharon, Israel, sionista y judío? El enconado conflicto actual nos obliga a sopesar bien las palabras y evitar equivalencias mendaces que azuzan la ola actual de islamofobia y antisemitismo. Citaré un ejemplo entre otros: en el comunicado de Yihad Islámica, en el que reivindica el atentado antiisraelí del pasado 6 de junio, se habla de la destrucción 'de un autobús sionista'. Ahora bien, ¿puede haber en verdad un autobús sionista? ¿Por qué no entonces un taxi católico o una bicicleta budista? El mismo desvarío lo hallamos a diario en la mescolanza del pañuelo con el velo, el chador y quién sabe si con la burka de las desventuradas mujeres afganas.
¿Se puede guardar silencio y mirar al otro lado ante el deshonroso sistema de apartheid en Gaza y Cisjordania, la humillación y acoso del pueblo palestino recluido en guetos infames sin comprender que ese estado de cosas prolonga sine die el conflicto y convierte a centenares de jóvenes sin esperanza de futuro ni de vida decente en candidatos a una autoinmolación en sangrientos atentados suicidas? La realidad de los acontecimientos de los últimos meses supera las previsiones más catastrofistas. El bombardeo y ocupación de las ciudades supuestamente autónomas, la destrucción de todas las estructuras económicas y administrativas de un posible Estado palestino muestran que Sharon, Netanyahu, el Likud y los partidos ultrarreligiosos no buscan la paz, sino la sumisión de un pueblo de ilotas atrapado en una serie de Bantustanes sin viabilidad económica ni política. Es realmente irónico que un Estado creado por una resolución de Naciones Unidas a causa de las persecuciones antisemitas en Europa que culminaron con el Holocausto se niegue a participar en una conferencia de paz en la que intervengan la ONU y la UE. Según Sharon, la resolución del problema sólo le incumbe a él, a Bush y al palestino domesticado de su elección.
Como señalaba en mi artículo del pasado año, la palabra comodín 'terrorismo', aplicada a realidades muy distintas, permite todo tipo de comparaciones oportunistas y amalgamas mortíferas. Los ocupantes nazis hablaban de atentados terroristas y los resistentes franceses de actos patrióticos; lo mismo acaeció con los militares británicos y los grupos armados sionistas, o con el Ejército francés y los independentistas del FLN argelino... Es decir, un mismo hecho violento puede ser juzgado de forma diversa según los contextos y los prismas desde los que se le contempla. Lo repito: pisamos arenas movedizas y serán pocas todas las precauciones que tomemos en el empleo del lenguaje. La guerra de palabras acarrea consecuencias tanto o más mortíferas que la otra.
La respuesta militar a los autores y cómplices de las escenas apocalípticas de Manhattan no sólo ha golpeado a ciegas a poblaciones civiles indefensas, sino que la anunciada cruzada de Bush contra el eje del mal amenaza al desdichado pueblo iraquí con una nueva guerra contra el tirano que lo sojuzga tras 11 años de bloqueo y castigo. Sadam Husein no es Hitler; éste fue elegido democráticamente dos veces por el pueblo alemán, mientras que el iraquí fue la primera víctima del primero.
Una última apostilla: la visión negra y sarcástica de Karl Kraus en Los últimos días de la humanidad me parece hoy más digna de tomarse en cuenta que después de los atentados del pasado año. ¿Por qué no programar desde ahora, para los próximos siglos o décadas, un plan de evacuación de nuestro contaminado y exhausto planeta -¡o al menos de los habitantes de los Estados más poderosos y de las clases acomodadas del resto!- a otro astro más habitable y acogedor?




Sunday, September 08, 2002


LA LECCIÓN GLOBAL DEL SIGLO XX

AUTOR: JORGE CONTI



“Aunque el ideal terrenal del socialismo y el comunismo se haya derrumbado, los problemas que este ideal intentaba resolver permanecen: se trata de la descarada utilización social del desmesurado poder del dinero, que muchas veces dirige el curso de los acontecimientos. Y si la lección global del siglo XX no produce una seria reflexión, el inmenso torbellino sangriento puede repetirse del principio al fin”. (Alexander Solzhenitsyn, “New York Times”, 28 de noviembre de 1993).

A cuatro días del 11 de septiembre

A las desiertas montañas de Afganistán los griegos las llamaban Cáucaso. La agricultura, varios siglos a.C., pobló las mesetas de Persia, las estepas del Asia Central y el valle del Indo y la región se convirtió en paso de pueblos y entrada al norte de la India. En el siglo VI a.C. formaba parte del imperio persa de Ciro el Grande que en el siglo III a.C. fue conquistado por Alejandro de Macedonia. Por la paz entre griegos e indios fue cedida al imperio maurya, que había unificado todo el norte de la India. Entre los siglos III y I a.C., invadieron los escitas que crearon el Estado de Kusana como ruta comercial de la seda entre Roma y China. Por ahí entró el budismo en China.

En el 240 d.C., la región fue anexada al nuevo imperio persa. En el siglo VIII d.C. el califa Walid la conquistó para el Islam. Con la invasión de los mogoles, Afganistán formó parte del imperio de Gengis Kahn hasta que por la fragmentación de las luchas dinásticas cayó en poder de Timur Lank o Tamerlán, cuyos descendientes lo gobernaron hasta el siglo XVI. Cuando se formaron el tercer imperio persa y el imperio Gran Mogol de la India, Afganistán fue destrozada por las luchas entre mongoles, persas y descendientes de Tamerlán, hasta que una asamblea de jefes locales unificó la región en el siglo XVIII eligiendo “shah” a Ahmad Durrani.

Pero los sucesores del “shah” enfrentaron una situación desconocida: ya estaban allí los europeos, peleándose entre sí por la hegemonía en la región. Los rusos querían llegar al golfo Pérsico o al mar Arábigo para salir al mar y atacar la retaguardia del imperio Otomano. Los ingleses querían dominar los pasos al valle del Indo para jaquear a los pueblos nómades que hacían peligrar la estabilidad del Imperio Británico y eliminar los “santuarios” donde se refugiaban los rebeldes.

Afganistán, Irán y Pakistán eran la llave para unos y otros: para los rusos que confiaban en la diplomacia del soborno y para los ingleses que confiaban en la fuerza. En la guerra anglo-afgana (1839-1842), los ingleses fueron derrotados, pero treinta años después volvieron a invadir, derrocaron a la dinastía Durrani, pusieron al emir Abdul Rhaman Khan, controlaron las relaciones exteriores y convirtieron a esos países en “estado tapón” entre los dominios rusos y los dominios británicos. Una frontera artificial a conveniencia del colonialismo. Los pueblos nunca las reconocieron y siguieron migrando de un lado al otro en busca de mejores pasturas para sus rebaños.

En 1919 Afganistán zafó del “protectorado” inglés, gracias al líder independista Amanullah Khan, nieto del emir impuesto por los ingleses. Amanullah quiso modernizar, combatió las tradiciones retrógradas y a los jefes tribales, estableció relaciones diplomáticas con la URSS y sancionó una Constitución con un Consejo de Estado elegido en un 50% por el pueblo. El clan de los Mohammedzai encabezó la reacción tradicionalista y tribal –hoy diríamos fundamentalista -, derrocó a Amanullah y repuso la Constitución que reconocía la autoridad de los jefes locales.

Recién en 1953 Mohamed Daúd Kahn modernizó los servicios públicos, construyó sistemas de irrigación, caminos, escuelas y presas hidroeléctricas con ayuda de los EEUU, abolió el velo obligatorio de las mujeres y reorganizó las FFAA con ayuda de los soviéticos.


Las primeras manifestaciones antimonárquicas fueron en 1965 con el clandestino Partido Popular Democrático que se dividió: el Jalq quería un gobierno obrero-campesino y el Parcham una amplia coalición nacional. Éstos proclamaron la república y nombraron presidente a Mohamed Daúd.

En abril de 1977 fue asesinado Mir Akhbar Khyber, líder del PDP, Daúd fue depuesto y sustituido por Nur Mohamed Taraki. Las políticas de reforma agraria, alfabetización y eliminación de la dote provocó la ira de los señores feudales y de los líderes religiosos y en 1979 el presidente fue fusilado. El nuevo gobierno obtuvo el apoyo soviético, pero la intervención de sus tropas hizo recrudecer la “guerra fría” y provocó el boicot occidental a las Olimpíadas de Moscú y el embargo norteamericano a la venta de cereales a la URSS.

La administración Reagan levantó esas sanciones, pero a la vez empezó a ayudar a los rebeldes afganos con armas y entrenamiento conjunto con los “contras” nicaragüenses. La Cámara de Representantes norteamericana aprobó 50 millones de dólares que en 1985 llegó a 250 millones, para un programa de la CIA más costoso que el de Vietnam.

Sumada la ayuda de Arabia Saudita, Irán, Israel, China, Japón y Europa, los guerrilleros o “mujahedinn” recibieron más de mil millones de dólares. Cuando los talibanes tomaron el poder, ya había sido concebido el embrión de lo que el 11 de septiembre representó Osama Ben Laden.

La historia nunca empieza con un día o un hecho determinado: el 11 de septiembre y el 7 de octubre son solamente eslabones de una larga cadena en la que todos tuvieron que ver.

Eslabones de una larga cadena

Poco antes de las 11 horas de la mañana del 28 de junio de 1914, el estudiante nacionalista serbio Gavrilo Princip disparó dos tiros contra el archiduque Francisco Fernando, heredero del trono de Austria, en una calle de Sarajevo. A cinco metros de distancia no podía fallar el blanco: el primer disparo hirió de muerte al archiduque y el segundo, a su esposa, que trató de protegerlo.

Ochenta años después del comienzo de la Gran Guerra parecen ridículos los acontecimientos que la provocaron. Serbia, en su insensato camino hacia la formación de la Gran Serbia, instigó el magnicidio de Sarajevo para que Austria le declarase la guerra, suponiendo que Rusia intervendría en ella en virtud de los pactos firmados y que el Imperio austrohúngaro sería vencido.

En Belgrado calculaban, con poco fundamento, que Alemania se mantendría a la expectativa, esperando recoger los despojos germánicos del Imperio de los Habsburgo; por otro lado, Serbia se había cubierto de una agresión alemana por medio de sus pactos con Francia y ésta, a su vez, se protegía de los alemanes apoyándose en sus acuerdos con Gran Bretaña.

Nadie hubiera movido un dedo en apoyo de Serbia si los austriacos, al día siguiente de los funerales de su heredero al trono, hubieran hecho papilla Belgrado con sus cañones o si se hubiesen lanzado a una operación de castigo contra Serbia. Las casas reinantes en Rusia, Alemania y Gran Bretaña hubieran entendido una represalia brutal. Lo trágico fue que Austria obró con suma torpeza: dejó enfriar el cadáver de su archiduque y, con manifiesta mala fe, esperó cuatro semanas para lanzar su ultimátum, aprovechando que el presidente francés, Raymond Poincaré, navegaba por el golfo de Finlandia hacia Estocolmo, donde le esperaba una brillante recepción.

Lo que sucedió luego fue una secuencia de errores y de culpabilidades encadenadas que costaron más de veinte millones de muertos en los campos de batalla y en las retaguardias y que arruinaron Europa, privándola de su preeminencia mundial. Serbia es culpable por haber patrocinado el magnicidio, buscando la guerra; Austria es culpable por su falta de tacto político al plantear el ultimátum y por no haberlo sabido negociar; Alemania es culpable por haberse dejado manejar por Austria, permitiendo que le llevara insensatamente a la guerra; Rusia, Francia y Gran Bretaña son culpables por no haber obligado a Belgrado a aceptar el ultimátum, conscientes todos ellos de que Serbia trataba de involucrarles en un conflicto de inmensas proporciones.



Hoy parece increíble, pero entonces ocurrió así porque aquella Europa que llevaba largo tiempo viviendo en paz, próspera y bien alimentada, se aburría.

Winston Churchill escribiría: "Satisfechas por la prosperidad material, las naciones se deslizaban impacientes hacia la guerra", una guerra que todos esperaban ganar, una guerra que sería corta, brillante y que colmaría las aspiraciones de todos. El conflicto se desencadenó según este calendario: Austria presentó su ultimátum a Serbia el 23 de julio, con 48 horas para responderlo; Belgrado rechazó parte del mismo el 25 y Viena declaró la guerra a Serbia el 28. Rusia reaccionó con la movilización general y Alemania exigió que la desconvocara, bajo la amenaza de guerra; y como Moscú mantuviera su movilización, el 1 de agosto Berlín le declaró la guerra. Francia, aliada de Rusia, declaró la guerra a Austria y Alemania el 3 de agosto, y Gran Bretaña, aliada de Francia, hizo lo propio el día 4.
Europa marchaba alegre hacia la guerra. Hubo manifestaciones de júbilo en Moscú, en Viena, en Belgrado, en Londres, pero fue en Alemania y en Francia donde la alegría desbordó los límites de lo previsible. Alemania había ganado tres guerras fundamentales en el siglo XIX, mientras Bismarck forjaba la unidad: contra Dinamarca, contra Austria y contra Francia. Los alemanes de 1914 hacía cuarenta y cuatro años que no habían padecido una guerra. Dos generaciones de alemanes se habían dedicado a construir un poderoso país cuya potencia industrial había ya sobrepasado a la de Gran Bretaña; era el momento de tener un poco de acción.

Hitler, por entonces un oscuro pintor, escribiría años después: "No me avergüenzo de confesar que, presa de un entusiasmo irreprimible, caí de rodillas y agradecí al cielo que me hubiera permitido vivir semejante momento".

Lo que ninguno de los insensatos que la provocó podía calcular, es que casi el mundo entero iba a quedar involucrado en un conflicto de magnitudes nunca antes imaginadas. Inmediatamente, Alemania atacó Bélgica y Francia, hallando la resistencia de belgas, franceses y británicos; Rusia atacó a alemanes y austriacos; Austria atacó a Serbia; Turquía a Rusia y Egipto; las colonias británicas en África a las Alemanas y viceversa... Las marinas de unos y otros se batían en todos los mares. Y eso ocurría ya en el verano de 1914.

Pero las cosas empeorarían meses después cuando Italia declaró la guerra a Austria-Hungría; cuando los anglofranceses atacaron a Turquía en los Dardanelos; cuando canadienses, sudafricanos, neozelandeses, australianos y tropas procedentes de todas las colonias británicas y francesas llegaron a Europa a pelear por sus metrópolis; cuando los árabes se lanzaron contra los turcos; cuando los submarinos alemanes declararon la guerra a todos cuantos comerciaran con sus enemigos y, finalmente, en 1917, cuando los norteamericanos se involucraron en la contienda.
La guerra a escala universal se convirtió, también, en guerra total: los implicados lanzaron todos sus recursos humanos, económicos y tecnológicos a la batalla, que se libró fundamentalmente en tierra, pero también en el aire, en el mar y bajo el mar... nada se libró de la guerra. Tampoco las poblaciones civiles, acosadas por los bombardeos de artillería, por los primeros ataques aéreos, por la acción de los submarinos contra el tráfico de mercancías y pasajeros -unos 100.000 muertos-, ni las etnias que, al socaire de la contienda, fueron diezmadas: kurdos, armenios, sirios, griegos...
Todo aquel esfuerzo para causar tamaña mortandad arruinó a todos, salvo a los norteamericanos: se desintegraron dos viejos Imperios, el Austro-húngaro y el Otomano, que abandonaron el sistema monárquico y se convirtieron en repúblicas, dando lugar a nuevas naciones: Austria, Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia, Turquía, Irak, Siria, Cisjordania.
El Imperio ruso pasó a ser el soviético, tras la revolución bolchevique de 1917. Italia se convirtió pronto en una dictadura fascista y Alemania, en república, primero, y en la dictadura nazi quince años después del fin de las hostilidades. Francia y Bélgica, arrasadas y arruinadas, comenzaron a preparar fortificaciones para la siguiente guerra; Gran Bretaña dejó de arbitrar la política mundial y empezaron a emancipársele sus colonias más britanizadas: Canadá, Nueva Zelanda y Sudáfrica...
Y en las restantes colonias de Gran Bretaña, Francia, Bélgica o Alemania, cuyos habitantes combatieron en Europa codo a codo con los soldados metropolitanos, surgió la llama nacionalista y la aspiración a la independencia... Y no sólo cambiaron las armas, las mentalidades y las fronteras, también la química, la medicina, la mecánica, las relaciones laborales, políticas y la moda. Tras la guerra surgió un mundo nuevo, en reconstrucción, más libre y reivindicativo, tanto en lo social como en lo político.



Pero no fue un mundo más clarividente que el anterior, puesto que se embocó torpemente en el callejón que conducirá a la II Guerra Mundial.


La era de la incertidumbre

Desde el sangriento derrumbe de las Torres Gemelas y el humeante cráter en el Pentágono, mucha gente –entre otros, analistas políticos, intelectuales, sociólogos y filósofos –se han preguntado de diversas maneras en qué mundo íbamos a vivir.

Transcurridos doce meses y observando la dirección y el sentido que imprime el gobierno norteamericano a su respuesta contra el atentado y las políticas de expansión militar que la van a presidieron, no parece haber razones para pensar que el mundo que se nos avecina vaya a ser fácil.

No por la amenaza de guerra, ya que una guerra nunca ha sido un jardín de rosas, pero sí al menos por los esfuerzos que se podrían hacer -algunos están haciendo- para llamar a la prudencia a los líderes mundiales y no ceder a la irracionalidad y a la paranoia.

Sin embargo, por un lado y, tal como lo señala Samuel Huntington, aparentemente marchamos hacia una sociedad controlada y por el otro los países más débiles comienzan a ser objeto de presiones explícitas por parte del poder mundial para que tomen partido por él, so pena de sufrir severísimas sanciones futuras. Osvaldo Tcherkavski llamaba a esa nueva situación “una nueva forma del pensamiento único”. “Vamos a obligar a cambiar a los que no quieran vivir como nosotros”, dijo por aquellos días George Bush.

Es un verdadero problema, si se piensa que los Estados Unidos tuvieron mucho que ver en las causas por las que muchos países nunca pudieron vivir como ellos. No sé qué quiso decir, pero en todo caso recuerdo que no me sonó bien y lo dije.

A los ocho días de los atentados yo había escuchado en la CNN a un experto de apellido Evian, diciendo que todos los países de la Unión Europea, Rusia y Canadá se habían aliado resueltamente a los Estados Unidos, pero preguntó en tono casi conminatorio qué pasaba con Latinoamérica y de qué lado está. Tampoco me cayó muy bien la pregunta, habida cuenta de que todos los países latinoamericanos habían expresado su repudio a los atentados y me pregunté si el señor Evian y los Estados Unidos esperan de nuestra parte algo más.
Entonces recordé una nota de Andrés Oppenheimer en el diario “La Nación”, titulada “América Latina en la hora de las definiciones”. Bien, allí se nos decía con todas las letras que “o apoyamos sin reservas una ofensiva militar multinacional contra los terroristas o nos mantendremos aparte”. Y agregaba en tono oscuramente amenazador: “Pero si nos mantenemos aparte, probaremos que los Estados Unidos se equivocaron propugnando la integración comercial y diplomática, y que esa defección nos costaría caro”.

El diario daba un ejemplo: en la Segunda Guerra Mundial la Argentina se mantuvo neutral en la lucha contra los fascistas, lo que le costó caro varias décadas después cuando Estados Unidos mantuvo su alianza con Inglaterra en la guerra de Malvinas.

Como se ve, el señor Oppenheimer no tenía pelos en la lengua, ni siquiera para disimular el incumplimiento del TIAR que nosotros podríamos reprochar con justa razón. La antigua diplomacia parecía haberse ido al diablo o quizá pensaban que no valía la pena observarla con nosotros. Al año de aquellas observaciones, asistimos a la ausencia de Estados Unidos en la Cumbre de la Tierra, a su desconocimiento de los acuerdos de Davos y a su exigencia de que las tropas norteamericanas tengan inmunidad ante la Corte Internacional Penal acordada por todos los países del mundo.

Para completar el escenario mundial que se está preparando, hay que mencionar el control mundial de los medios de comunicación diseñando por el Pentágono con el programa “Carnívoro”, capaz de interceptar a nivel planetario todas las comunicaciones por correo electrónico y que se suma al programa “Echelon” con el que están haciendo espionaje industrial.

El especialista inglés John Naugthon ha dicho al respecto que los terroristas ya ganaron: porque nos espera un futuro idéntico al imaginado por George Orwell en su libro “1984”, en el que la sociedad mundial vive sometida a la vigilancia del “Hermano Grande”, un sistema que espía a los seres humanos estén donde estén y detecta posibles actitudes de resistencia al poder.



“El atentado perpetrado la semana pasada cambiará la historia de las telecomunicaciones”, decía Naugthon después del 11, “porque se venía manteniendo un delicado equilibrio entre quienes defendían el derecho a la privacidad y quienes reclamaban el control de la Web”. Los atentados serían la excusa perfecta para que el Congreso de los Estados Unidos autorice al gobierno interferir las telecomunicaciones mundiales.

Los temores de aquellos días se han corroborado: no va a ser un mundo confortable y la pregunta más inquietante es si seguirá así después de la guerra. Ya sabemos que ciertas medidas excepcionales tienden en política a convertirse en definitivas.