LA LECCIÓN GLOBAL DEL SIGLO XX
AUTOR: JORGE CONTI
“Aunque el ideal terrenal del socialismo y el comunismo se haya derrumbado, los problemas que este ideal intentaba resolver permanecen: se trata de la descarada utilización social del desmesurado poder del dinero, que muchas veces dirige el curso de los acontecimientos. Y si la lección global del siglo XX no produce una seria reflexión, el inmenso torbellino sangriento puede repetirse del principio al fin”. (Alexander Solzhenitsyn, “New York Times”, 28 de noviembre de 1993).
A cuatro días del 11 de septiembre
A las desiertas montañas de Afganistán los griegos las llamaban Cáucaso. La agricultura, varios siglos a.C., pobló las mesetas de Persia, las estepas del Asia Central y el valle del Indo y la región se convirtió en paso de pueblos y entrada al norte de la India. En el siglo VI a.C. formaba parte del imperio persa de Ciro el Grande que en el siglo III a.C. fue conquistado por Alejandro de Macedonia. Por la paz entre griegos e indios fue cedida al imperio maurya, que había unificado todo el norte de la India. Entre los siglos III y I a.C., invadieron los escitas que crearon el Estado de Kusana como ruta comercial de la seda entre Roma y China. Por ahí entró el budismo en China.
En el 240 d.C., la región fue anexada al nuevo imperio persa. En el siglo VIII d.C. el califa Walid la conquistó para el Islam. Con la invasión de los mogoles, Afganistán formó parte del imperio de Gengis Kahn hasta que por la fragmentación de las luchas dinásticas cayó en poder de Timur Lank o Tamerlán, cuyos descendientes lo gobernaron hasta el siglo XVI. Cuando se formaron el tercer imperio persa y el imperio Gran Mogol de la India, Afganistán fue destrozada por las luchas entre mongoles, persas y descendientes de Tamerlán, hasta que una asamblea de jefes locales unificó la región en el siglo XVIII eligiendo “shah” a Ahmad Durrani.
Pero los sucesores del “shah” enfrentaron una situación desconocida: ya estaban allí los europeos, peleándose entre sí por la hegemonía en la región. Los rusos querían llegar al golfo Pérsico o al mar Arábigo para salir al mar y atacar la retaguardia del imperio Otomano. Los ingleses querían dominar los pasos al valle del Indo para jaquear a los pueblos nómades que hacían peligrar la estabilidad del Imperio Británico y eliminar los “santuarios” donde se refugiaban los rebeldes.
Afganistán, Irán y Pakistán eran la llave para unos y otros: para los rusos que confiaban en la diplomacia del soborno y para los ingleses que confiaban en la fuerza. En la guerra anglo-afgana (1839-1842), los ingleses fueron derrotados, pero treinta años después volvieron a invadir, derrocaron a la dinastía Durrani, pusieron al emir Abdul Rhaman Khan, controlaron las relaciones exteriores y convirtieron a esos países en “estado tapón” entre los dominios rusos y los dominios británicos. Una frontera artificial a conveniencia del colonialismo. Los pueblos nunca las reconocieron y siguieron migrando de un lado al otro en busca de mejores pasturas para sus rebaños.
En 1919 Afganistán zafó del “protectorado” inglés, gracias al líder independista Amanullah Khan, nieto del emir impuesto por los ingleses. Amanullah quiso modernizar, combatió las tradiciones retrógradas y a los jefes tribales, estableció relaciones diplomáticas con la URSS y sancionó una Constitución con un Consejo de Estado elegido en un 50% por el pueblo. El clan de los Mohammedzai encabezó la reacción tradicionalista y tribal –hoy diríamos fundamentalista -, derrocó a Amanullah y repuso la Constitución que reconocía la autoridad de los jefes locales.
Recién en 1953 Mohamed Daúd Kahn modernizó los servicios públicos, construyó sistemas de irrigación, caminos, escuelas y presas hidroeléctricas con ayuda de los EEUU, abolió el velo obligatorio de las mujeres y reorganizó las FFAA con ayuda de los soviéticos.
Las primeras manifestaciones antimonárquicas fueron en 1965 con el clandestino Partido Popular Democrático que se dividió: el Jalq quería un gobierno obrero-campesino y el Parcham una amplia coalición nacional. Éstos proclamaron la república y nombraron presidente a Mohamed Daúd.
En abril de 1977 fue asesinado Mir Akhbar Khyber, líder del PDP, Daúd fue depuesto y sustituido por Nur Mohamed Taraki. Las políticas de reforma agraria, alfabetización y eliminación de la dote provocó la ira de los señores feudales y de los líderes religiosos y en 1979 el presidente fue fusilado. El nuevo gobierno obtuvo el apoyo soviético, pero la intervención de sus tropas hizo recrudecer la “guerra fría” y provocó el boicot occidental a las Olimpíadas de Moscú y el embargo norteamericano a la venta de cereales a la URSS.
La administración Reagan levantó esas sanciones, pero a la vez empezó a ayudar a los rebeldes afganos con armas y entrenamiento conjunto con los “contras” nicaragüenses. La Cámara de Representantes norteamericana aprobó 50 millones de dólares que en 1985 llegó a 250 millones, para un programa de la CIA más costoso que el de Vietnam.
Sumada la ayuda de Arabia Saudita, Irán, Israel, China, Japón y Europa, los guerrilleros o “mujahedinn” recibieron más de mil millones de dólares. Cuando los talibanes tomaron el poder, ya había sido concebido el embrión de lo que el 11 de septiembre representó Osama Ben Laden.
La historia nunca empieza con un día o un hecho determinado: el 11 de septiembre y el 7 de octubre son solamente eslabones de una larga cadena en la que todos tuvieron que ver.
Eslabones de una larga cadena
Poco antes de las 11 horas de la mañana del 28 de junio de 1914, el estudiante nacionalista serbio Gavrilo Princip disparó dos tiros contra el archiduque Francisco Fernando, heredero del trono de Austria, en una calle de Sarajevo. A cinco metros de distancia no podía fallar el blanco: el primer disparo hirió de muerte al archiduque y el segundo, a su esposa, que trató de protegerlo.
Ochenta años después del comienzo de la Gran Guerra parecen ridículos los acontecimientos que la provocaron. Serbia, en su insensato camino hacia la formación de la Gran Serbia, instigó el magnicidio de Sarajevo para que Austria le declarase la guerra, suponiendo que Rusia intervendría en ella en virtud de los pactos firmados y que el Imperio austrohúngaro sería vencido.
En Belgrado calculaban, con poco fundamento, que Alemania se mantendría a la expectativa, esperando recoger los despojos germánicos del Imperio de los Habsburgo; por otro lado, Serbia se había cubierto de una agresión alemana por medio de sus pactos con Francia y ésta, a su vez, se protegía de los alemanes apoyándose en sus acuerdos con Gran Bretaña.
Nadie hubiera movido un dedo en apoyo de Serbia si los austriacos, al día siguiente de los funerales de su heredero al trono, hubieran hecho papilla Belgrado con sus cañones o si se hubiesen lanzado a una operación de castigo contra Serbia. Las casas reinantes en Rusia, Alemania y Gran Bretaña hubieran entendido una represalia brutal. Lo trágico fue que Austria obró con suma torpeza: dejó enfriar el cadáver de su archiduque y, con manifiesta mala fe, esperó cuatro semanas para lanzar su ultimátum, aprovechando que el presidente francés, Raymond Poincaré, navegaba por el golfo de Finlandia hacia Estocolmo, donde le esperaba una brillante recepción.
Lo que sucedió luego fue una secuencia de errores y de culpabilidades encadenadas que costaron más de veinte millones de muertos en los campos de batalla y en las retaguardias y que arruinaron Europa, privándola de su preeminencia mundial. Serbia es culpable por haber patrocinado el magnicidio, buscando la guerra; Austria es culpable por su falta de tacto político al plantear el ultimátum y por no haberlo sabido negociar; Alemania es culpable por haberse dejado manejar por Austria, permitiendo que le llevara insensatamente a la guerra; Rusia, Francia y Gran Bretaña son culpables por no haber obligado a Belgrado a aceptar el ultimátum, conscientes todos ellos de que Serbia trataba de involucrarles en un conflicto de inmensas proporciones.
Hoy parece increíble, pero entonces ocurrió así porque aquella Europa que llevaba largo tiempo viviendo en paz, próspera y bien alimentada, se aburría.
Winston Churchill escribiría: "Satisfechas por la prosperidad material, las naciones se deslizaban impacientes hacia la guerra", una guerra que todos esperaban ganar, una guerra que sería corta, brillante y que colmaría las aspiraciones de todos. El conflicto se desencadenó según este calendario: Austria presentó su ultimátum a Serbia el 23 de julio, con 48 horas para responderlo; Belgrado rechazó parte del mismo el 25 y Viena declaró la guerra a Serbia el 28. Rusia reaccionó con la movilización general y Alemania exigió que la desconvocara, bajo la amenaza de guerra; y como Moscú mantuviera su movilización, el 1 de agosto Berlín le declaró la guerra. Francia, aliada de Rusia, declaró la guerra a Austria y Alemania el 3 de agosto, y Gran Bretaña, aliada de Francia, hizo lo propio el día 4.
Europa marchaba alegre hacia la guerra. Hubo manifestaciones de júbilo en Moscú, en Viena, en Belgrado, en Londres, pero fue en Alemania y en Francia donde la alegría desbordó los límites de lo previsible. Alemania había ganado tres guerras fundamentales en el siglo XIX, mientras Bismarck forjaba la unidad: contra Dinamarca, contra Austria y contra Francia. Los alemanes de 1914 hacía cuarenta y cuatro años que no habían padecido una guerra. Dos generaciones de alemanes se habían dedicado a construir un poderoso país cuya potencia industrial había ya sobrepasado a la de Gran Bretaña; era el momento de tener un poco de acción.
Hitler, por entonces un oscuro pintor, escribiría años después: "No me avergüenzo de confesar que, presa de un entusiasmo irreprimible, caí de rodillas y agradecí al cielo que me hubiera permitido vivir semejante momento".
Lo que ninguno de los insensatos que la provocó podía calcular, es que casi el mundo entero iba a quedar involucrado en un conflicto de magnitudes nunca antes imaginadas. Inmediatamente, Alemania atacó Bélgica y Francia, hallando la resistencia de belgas, franceses y británicos; Rusia atacó a alemanes y austriacos; Austria atacó a Serbia; Turquía a Rusia y Egipto; las colonias británicas en África a las Alemanas y viceversa... Las marinas de unos y otros se batían en todos los mares. Y eso ocurría ya en el verano de 1914.
Pero las cosas empeorarían meses después cuando Italia declaró la guerra a Austria-Hungría; cuando los anglofranceses atacaron a Turquía en los Dardanelos; cuando canadienses, sudafricanos, neozelandeses, australianos y tropas procedentes de todas las colonias británicas y francesas llegaron a Europa a pelear por sus metrópolis; cuando los árabes se lanzaron contra los turcos; cuando los submarinos alemanes declararon la guerra a todos cuantos comerciaran con sus enemigos y, finalmente, en 1917, cuando los norteamericanos se involucraron en la contienda.
La guerra a escala universal se convirtió, también, en guerra total: los implicados lanzaron todos sus recursos humanos, económicos y tecnológicos a la batalla, que se libró fundamentalmente en tierra, pero también en el aire, en el mar y bajo el mar... nada se libró de la guerra. Tampoco las poblaciones civiles, acosadas por los bombardeos de artillería, por los primeros ataques aéreos, por la acción de los submarinos contra el tráfico de mercancías y pasajeros -unos 100.000 muertos-, ni las etnias que, al socaire de la contienda, fueron diezmadas: kurdos, armenios, sirios, griegos...
Todo aquel esfuerzo para causar tamaña mortandad arruinó a todos, salvo a los norteamericanos: se desintegraron dos viejos Imperios, el Austro-húngaro y el Otomano, que abandonaron el sistema monárquico y se convirtieron en repúblicas, dando lugar a nuevas naciones: Austria, Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia, Turquía, Irak, Siria, Cisjordania.
El Imperio ruso pasó a ser el soviético, tras la revolución bolchevique de 1917. Italia se convirtió pronto en una dictadura fascista y Alemania, en república, primero, y en la dictadura nazi quince años después del fin de las hostilidades. Francia y Bélgica, arrasadas y arruinadas, comenzaron a preparar fortificaciones para la siguiente guerra; Gran Bretaña dejó de arbitrar la política mundial y empezaron a emancipársele sus colonias más britanizadas: Canadá, Nueva Zelanda y Sudáfrica...
Y en las restantes colonias de Gran Bretaña, Francia, Bélgica o Alemania, cuyos habitantes combatieron en Europa codo a codo con los soldados metropolitanos, surgió la llama nacionalista y la aspiración a la independencia... Y no sólo cambiaron las armas, las mentalidades y las fronteras, también la química, la medicina, la mecánica, las relaciones laborales, políticas y la moda. Tras la guerra surgió un mundo nuevo, en reconstrucción, más libre y reivindicativo, tanto en lo social como en lo político.
Pero no fue un mundo más clarividente que el anterior, puesto que se embocó torpemente en el callejón que conducirá a la II Guerra Mundial.
La era de la incertidumbre
Desde el sangriento derrumbe de las Torres Gemelas y el humeante cráter en el Pentágono, mucha gente –entre otros, analistas políticos, intelectuales, sociólogos y filósofos –se han preguntado de diversas maneras en qué mundo íbamos a vivir.
Transcurridos doce meses y observando la dirección y el sentido que imprime el gobierno norteamericano a su respuesta contra el atentado y las políticas de expansión militar que la van a presidieron, no parece haber razones para pensar que el mundo que se nos avecina vaya a ser fácil.
No por la amenaza de guerra, ya que una guerra nunca ha sido un jardín de rosas, pero sí al menos por los esfuerzos que se podrían hacer -algunos están haciendo- para llamar a la prudencia a los líderes mundiales y no ceder a la irracionalidad y a la paranoia.
Sin embargo, por un lado y, tal como lo señala Samuel Huntington, aparentemente marchamos hacia una sociedad controlada y por el otro los países más débiles comienzan a ser objeto de presiones explícitas por parte del poder mundial para que tomen partido por él, so pena de sufrir severísimas sanciones futuras. Osvaldo Tcherkavski llamaba a esa nueva situación “una nueva forma del pensamiento único”. “Vamos a obligar a cambiar a los que no quieran vivir como nosotros”, dijo por aquellos días George Bush.
Es un verdadero problema, si se piensa que los Estados Unidos tuvieron mucho que ver en las causas por las que muchos países nunca pudieron vivir como ellos. No sé qué quiso decir, pero en todo caso recuerdo que no me sonó bien y lo dije.
A los ocho días de los atentados yo había escuchado en la CNN a un experto de apellido Evian, diciendo que todos los países de la Unión Europea, Rusia y Canadá se habían aliado resueltamente a los Estados Unidos, pero preguntó en tono casi conminatorio qué pasaba con Latinoamérica y de qué lado está. Tampoco me cayó muy bien la pregunta, habida cuenta de que todos los países latinoamericanos habían expresado su repudio a los atentados y me pregunté si el señor Evian y los Estados Unidos esperan de nuestra parte algo más.
Entonces recordé una nota de Andrés Oppenheimer en el diario “La Nación”, titulada “América Latina en la hora de las definiciones”. Bien, allí se nos decía con todas las letras que “o apoyamos sin reservas una ofensiva militar multinacional contra los terroristas o nos mantendremos aparte”. Y agregaba en tono oscuramente amenazador: “Pero si nos mantenemos aparte, probaremos que los Estados Unidos se equivocaron propugnando la integración comercial y diplomática, y que esa defección nos costaría caro”.
El diario daba un ejemplo: en la Segunda Guerra Mundial la Argentina se mantuvo neutral en la lucha contra los fascistas, lo que le costó caro varias décadas después cuando Estados Unidos mantuvo su alianza con Inglaterra en la guerra de Malvinas.
Como se ve, el señor Oppenheimer no tenía pelos en la lengua, ni siquiera para disimular el incumplimiento del TIAR que nosotros podríamos reprochar con justa razón. La antigua diplomacia parecía haberse ido al diablo o quizá pensaban que no valía la pena observarla con nosotros. Al año de aquellas observaciones, asistimos a la ausencia de Estados Unidos en la Cumbre de la Tierra, a su desconocimiento de los acuerdos de Davos y a su exigencia de que las tropas norteamericanas tengan inmunidad ante la Corte Internacional Penal acordada por todos los países del mundo.
Para completar el escenario mundial que se está preparando, hay que mencionar el control mundial de los medios de comunicación diseñando por el Pentágono con el programa “Carnívoro”, capaz de interceptar a nivel planetario todas las comunicaciones por correo electrónico y que se suma al programa “Echelon” con el que están haciendo espionaje industrial.
El especialista inglés John Naugthon ha dicho al respecto que los terroristas ya ganaron: porque nos espera un futuro idéntico al imaginado por George Orwell en su libro “1984”, en el que la sociedad mundial vive sometida a la vigilancia del “Hermano Grande”, un sistema que espía a los seres humanos estén donde estén y detecta posibles actitudes de resistencia al poder.
“El atentado perpetrado la semana pasada cambiará la historia de las telecomunicaciones”, decía Naugthon después del 11, “porque se venía manteniendo un delicado equilibrio entre quienes defendían el derecho a la privacidad y quienes reclamaban el control de la Web”. Los atentados serían la excusa perfecta para que el Congreso de los Estados Unidos autorice al gobierno interferir las telecomunicaciones mundiales.
Los temores de aquellos días se han corroborado: no va a ser un mundo confortable y la pregunta más inquietante es si seguirá así después de la guerra. Ya sabemos que ciertas medidas excepcionales tienden en política a convertirse en definitivas.