Saturday, August 17, 2002



SAN MARTÍN Y LA TRAICIÓN DE LOS CAUDILLOS DEL LITORAL



AUTOR: Carlos del Frade



Carlos del Frade (Santa Fe) De Urquiza a Yabrán y de López a Malvicino y Vignatti, la historia política de Entre Ríos y Santa Fe están atravesadas de negocios, sangre derramada y traiciones a los movimientos populares gestados a ambas márgenes del Paraná. En medio de las crisis hospitalaria, de seguridad, laboral y política que campean en las dos provincias, quizás resulte curioso saber desde cuándo se iniciaron las pesadillas entrerrianas y santafesinas. Quizás de la traición que los viejos caudillos de estas tierras le hicieran a Artigas y San Martín. Por eso ahora que la vida cotidiana de las mayorías santafesinas y entrerrianas está cosida de desocupación y falta de futuro; ahora cuando los sueños colectivos ya no se encuentran a la vuelta de la esquina; ahora, mientras los territorios de ambas provincias sufren las consecuencias del contrabando de cigarrillos, la prostitución infantil y las grandes extensiones de tierra se encuentran en propiedad de muy pocos; ahora es necesario pensar en aquellos días que Francisco Ramírez y Estanislao López daban todo por lograr la unidad entre San Martín y Artigas para impulsar un país autónomo y con igualdad. Cuando este sábado se cumplan 152 años de la muerte del llamado “santo” de la espada, resultará inquietante preguntarse por qué los denominados caudillos del Litoral prefirieron la traición al artiguismo y olvidarse del líder el primer ejército popular latinoamericano en operaciones, el de los Andes.



Un año clave


Entre Ríos y Santa Fe tuvieron el poder de la Nación en sus manos.

El primero de febrero de 1820, los montoneros de Estanislao López y Francisco “Pancho” Ramírez, luego de vencer en Cepeda al último gobierno de los “directores supremos”, entraron en Buenos Aires para definir el futuro de las Provincias Unidas de Sud América, tal como fue escrito en la proclama de la independencia del 9 de julio de 1816.

-Las escoltas de López y Ramírez, compuestas de indios sucios y mal traídos, en términos de dar asco, ataron sus caballos en los postes y cadenas de la Pirámide de Mayo, mientras sus jefes se solazaban en el salón del ayuntamiento -escribió un aterrado Vicente Fidel López.

Ambos, López y Ramírez, se reconocían artiguistas.

Y pudieron estar allí, en el corazón mismo del poder porque el entonces gobernador de Mendoza, José de San Martín eligió no pelear bajo las órdenes de Buenos Aires sino como expresión de los pueblos del interior y de Sudamérica.

Artigas celebró aquel día.

“Me dirijo a usted esperanzado en que sus votos serán siempre de acuerdo para a la América y al mundo entero un público testimonio de que los americanos son dignos de ser libres y que por ello han derramado su sangre y prodigado los últimos sacrificios”, le escribió el oriental a San Martín el 18 de febrero de aquel trascendental 1820.

Hasta que firmaron el Tratado del Pilar y no solamente se retiraron de la Plaza de la Victoria porteña, sino que traicionaron a Artigas y al propio San Martín.

En las actas secretas del tratado, López y Ramírez decidieron dejar hacer a los portugueses en la Banda Oriental.

El Supremo Entrerriano sabe que, desde aquel momento, deberá enfrentarse a Artigas.

La naciente oligarquía saladeril de Buenos Aires, representada en Juan Manuel de Rosas; la vieja burguesía, identificada por sus relaciones carnales con Gran Bretaña y los estancieros del Litoral, entonces, decidieron terminar con la revolución social y nacional que encarnaba el artiguismo.

La traición será doble.

Ya ni Artigas ni San Martín volverán a pisar estas tierras con un proyecto político.

Serán exiliados, despedidos del estado, jubilados sin sueldos y morirán, los dos, en 1850.

Luego el propio Ramírez será consumido por los intereses de bonaerenses y entrerrianos y su cabeza se convertirá en un misterio, un cuerpo desaparecido que ya no volverá a sus pagos.

“La desobediencia sanmartiniana abre así nuevos caminos a la revolución: por un lado, la prosecución de la campaña hispanoamericana dirigida ahora a la liberación del Perú; por otro, la transformación de varios jefes del Ejército del Norte, sublevado en Arequito, en caudillos populares de provincias y además, el predominio de las huestes artiguistas en el litoral por sobre los intereses de la burguesía comercial porteña. Sin embargo la derrota de Artigas en Tacuarembó a manos de los portugueses y la claudicación de sus lugartenientes López y Ramírez en el Tratado del Pilar frustran la posibilidad en el área del Río de la Plata”, escribió el historiador Norberto Galasso en “Seamos libres...”, su monumental e imprescindible biografía de San Martín.



Los hechos sanmartinianos y artiguistas



“La mayoría de los próceres de 1810 eran hacendados, comerciantes o barranqueros asociados con alguna casa de comercio británica, “los intereses particulares” que Castlereagh quería formentar. A los tres días de instalada, la Primera Junta levantó la prohibición al comercio con extranjeros; a los quince días redujo los impuestos a la exportación de cueros y sebo, del 50 al 7,5 por ciento; a los 45 días autorizó la exportación de metálico; a los sesenta días suprimió el impuesto especial del 54 por ciento que gravaba a los artículos de algodón del comercio inglés”, indicaron los colaboradores de Rodolfo Walsh y el propio periodista desaparecido en un estudio sobre San Martín publicado por el Centro de Estudios Argentinos “Arturo Jauretche”, en febrero de 1978.

Alberdi escribió que para Buenos Aires, “mayo significa independencia de España y predominio sobre las provincias; la asunción por su cuenta del vasallaje que ejercía sobre el virreinato en nombre de España. Para las provincias, Mayo significa separación de España y sometimiento a Buenos Aires, reforma del coloniaje, no su abolición”.

En ese contexto tanto Artigas como San Martín, representantes de los pueblos del interior, comenzaron a producir hechos políticos, tomar decisiones económicas y establecer líneas diferentes a los intereses que se adueñaron del sueño de mayo.



La política de San Martín



El primer triunvirato, constituido por Juan José Paso, Manuel de Sarratea y Chiclana, resolvió crear un impuesto que gravaba con un 20 por ciento el consumo interno de carne. En forma paralela eliminó distintas tasas que regulaban la exportación.

Semejante decisión de política económica generó la primera aparición pública de San Martín y sus granaderos. Ocuparon la Plaza de la Victoria, la de Mayo, y recién se retiraron cuando fueron designadas nuevas autoridades políticas.

El 3 de abril de 1815 el ejército que el director Carlos Alvear había enviado para reprimir a los artiguistas se sublevó contra la autoridad porteña. En Mendoza, en tanto, San Martín reunió a una Junta Militar que llamó tirano a Alvear y un cabildo abierto declaró rotos los vínculos con Buenos Aires. San Martín dejó de ser comisionado de la ciudad puerto y fue designado gobernador “electo por el pueblo”.

Setiembre de 1816. A los pies de la cordillera de Los Andes, San Martín sabe que no encontrará aliados entre los porteños o los representantes de la burguesía, por ello encara la alianza con los indios del sur mendocino.

“Los he convocado para hacerles saber que los españoles van a pasar del Chile con su ejército para matar a todos los indios, y robarles sus mujeres e hijos. En vista de ello y como yo también soy indio voy a acabar con los godos que les han robado a ustedes las tierras de sus antepasados, y para ello pasaré Los Andes con mi ejército y con esos cañones...Debo pasar por Los Andes por el sud, pero necesito para ello licencia de ustedes que son los dueños del país”, les dijo San Martín.

El 27 de julio de 1819, San Martín afirmó: “...Andaremos en pelotas como nuestros paisanos los indios: seamos libres y lo demás no importa nada”.

El 27 de agosto de 1821, ya en el gobierno de Perú, decretaría la abolición del tributo por vasallaje que debían pagar los indios a los españoles, la eliminación de la mita, la encomienda y el yanaconazgo y los declararía “peruanos” para intentar zanjar las diferencias del propio lenguaje. De tal forma seguía los mandatos que en su momento, ante la Puerta del Sol en Tiahuanaco, dispuso Juan José Castelli al frente del Ejército Expedicionario del Alto Perú cuando declaró ciudadanos e iguales a todos los indios.

En 1819, San Martín volvió a desobedecer al gobierno de Buenos Aires, representante político de los comerciantes porteños aliados a Gran Bretaña y a los propietarios de saladeros del Litoral que le ordenaba marchar contra el interior rebelado. Buenos Aires quería que reprima a las montoneras de López, Ramírez y Bustos. San Martín repitió su negativa.

Ya en Chile, en 1820, San Martín comunicó la necesidad de elegir un nuevo jefe ya que el gobierno de Buenos Aires había cesado. Sin embargo, aquel 2 de abril, los soldados de aquel primer Ejército Popular Latinoamericano en Armas, el de Los Andes, suscribieron un acta en la ciudad de Rancagua. “Queda sentado como base y principio que la autoridad que recibió el General de Los Andes para hacer la guerra a los españoles y adelantar la felicidad del país, no ha caducado ni puede caducar, pues que su origen, que es la salud del pueblo, es inmudable”.

“Para defender la causa de la independencia no se necesita otra cosa que orgullo nacional, pero para defender la libertad y sus derechos, se necesitan ciudadanos...a pesar de todas las combinaciones del despotismo, el evangelio de los derechos del hombre se propaga en medio de las contradicciones”, sostuvo San Martín en distintas ocasiones.

Era su plataforma política: liberación nacional y continental, derechos políticos que garanticen la dimensión de ciudadano y respeto por los derechos humanos.

“La ilustración y fomento de las letras es la llave maestra que abre las puertas de la abundancia y hace felices a los pueblos”, reglamentó cada vez que se hizo cargo de gobiernos estatales, regionales o nacionales, en Cuyo y Perú respectivamente.

Para el equipo de investigación de Walsh, “revolucionario en 1812 y 1815 contra gobiernos impuestos por Buenos Aires contra la voluntad de los pueblos; gobernador elegido por el pueblo cuyano; general en jefe reconocido por sus oficiales por un mandato originado en la salud del pueblo, pero sumiso al legítimo Congreso peruano; nunca creyó que la obediencia militar fuera un valor más alto que la soberanía popular. Este es el verdadero San Martín que desde hace un siglo es ocultado al pueblo soberano y a los militares que deben servirlo”.



La política de Artigas



“Un puñado de patriotas orientales cansados ya de humillaciones habían decretado su libertad en la orilla de Mercedes”, sostuvo José Gervasio Artigas el 7 de diciembre de 1811. Se refería al llamado Grito de Asencio, producido entre los días 27 y 28 de febrero de aquel año. Surgía el ejército oriental: “fuertes hacendados, arrendatarios o meros poseedores de la tierra cuyos hombres movilizaban la vecindario; los paisanos peones de estancia, los hombres sueltos; los curas patriotas, portavoces del ideal revolucionario; los indios tapes de las tierras misioneras, los charrúas y lo minuanes; los negros esclavos fugados de sus amos que buscaban entre las columnas patriotas su liberación”, describieron los historiadores uruguayos Cristina Martínez y Carlos Alcoba.

Era un frente social policlasista, similar al constituido por San Martín desde Cuyo.

Pero el liderazgo político de Artigas se manifestaría con una fuerza elocuente en el denominado éxodo del pueblo oriental, en octubre de 1812.

Por diferencias políticas, sociales y económicas con Buenos Aires, Artigas decide dejar el sitio a Montevideo todavía ocupado por españoles.

Ocho mil familias siguieron al líder hasta la actual provincia de Salto en Uruguay.

Ocho mil familias que dejaron sus casas, sus ocupaciones, sus penurias, el lugar de su historia existencial para seguir el proyecto de un hombre que decía que “los más infelices serán los más agraciados”.

¿De dónde surgía semejante poder de convencimiento si no es porque Artigas y sus palabras no representaban las necesidades de las mayorías de la Banda Oriental?.

Más de veinte mil personas detrás de Artigas y su proyecto.

“Sólo a los pueblos será reservado sancionar la constitución general...Como todos los hombres nacen libres e iguales, y tienen ciertos derechos naturales, esenciales e inajenables, entre los cuales pueden contra el de gozar propiedad y, finalmente, el de buscar y obtener la seguridad y la felicidad, es un deber de la institución, continuación y administración del gobierno, asegurar estos derechos, proteger la existencia del cuerpo político y el que sus gobernados, gocen con tranquilidad las bendiciones de la vida, y siempre que no se logren estos grandes objetos, el pueblo tiene un derecho para alterar el gobierno y para tomar las medidas necesarias a su seguridad, prosperidad y felicidad”, indicó en su proyecto de Constitución para la Provincia Oriental en 1813.

El sujeto histórico en el ciclo artiguista es el pueblo movilizado y su legitimidad se expresaba a través de asambleas y la posibilidad de cambiar los gobiernos si no respondían a los principios enunciados y prometidos.

Artigas sabía que su enfrentamiento en la dinámica de la guerra por la liberación nacional contra los españoles primero y luego contra los portugueses, lo llevaría a ser perseguido por los intereses minoritarios que se habían expropiado de la revolución de mayo.

Porque su respeto a la soberanía popular implicaba una lucha por la igualdad que estaba en contra de los privilegios de las clases criollas dominantes.

Artigas terminó siendo la expresión de la guerra por la liberación nacional, por un lado, y la síntesis de la liberación social, por otro.

El oriental lo sintetizó muy bien: “tienen miedo que la cría se vuelva respondona”.

Es decir, la estatura y dimensión política de ciudadanos que el artiguismo dio a las masas del Litoral era intolerable para aquellos que querían mantenerlas bajo su explotación, política y social.

En este contexto se explica la carta que escribió el director supremo de las Provincias Unidas del Río de La Plata, Gervasio Posadas, cuando se preguntaba: “¿Qué me importa que el que nos haya de mandar se llame rey, emperador, mesa, banco o taburete?...los orientales deben ser tratados como asesinos o incendiarios...sin olvidar que la destrucción de los caudillos Artigas y Otorgués es el único medio de terminar con la guerra civil en esta provincia y la de Entre Ríos”.

Y en las actas secretas del Congreso de Tucumán, en 1816, se estableció que Buenos Aires dejaría invadir a los portugueses el territorio de la Banda Oriental a cambio de desterrar para siempre a Artigas y su pueblo insurgente.

La lógica de semejante traición se explica por la profundización de las medidas políticas, económicas y sociales que había dispuesto y llevado a la práctica el Protector de los Pueblos Libres, Don José Artigas.

Esas disposiciones atentaban contra los propietarios, los privilegiados del Litoral y de Buenos Aires.

Era inadmisible que se repitiera la experiencia concreta del gobierno revolucionario artiguista entre setiembre de 1815 y mayo de 1816.

Sin embargo, aquellas medidas de política económica y social, continuadoras de las expresadas por Mariano Moreno en el Plan de Operaciones, serían establecidas por San Martín en Cuyo, primero y en Perú después.



Los años setenta y los derechos humanos



La película “Estado de sitio” del realizador griego Costa Gavras fue elocuente del resultado de la falsificación histórica y sus efectos en la lectura política del proceso social uruguayo de los años setenta del siglo XX.

La imagen de José Gervasio Artigas estaba presente en los cuarteles policiales y militares que ordenaban la tortura y la vejación como metodología represiva contra los insurgentes políticos en los tiempos de la dictadura de José María Bordaberry.

Y también el retrato artiguista y su bandera azul y blanca cruzada por un banda roja presidía las reuniones de Tupamaros.

El terrorismo de estado se aprovechó del Artigas de bronce, del “padre de la patria”, como militar abnegado y desprendido y símbolo de la identidad de la nación ante los enemigos internos que propugnaba la doctrina de seguridad nacional impulsada por los Estados Unidos para los ejércitos de Sudamérica en la teoría de la Tercera Guerra Mundial.

“Ese” Artigas estaba vaciado de sus hechos económicos, políticos y sociales a favor de las mayorías.

En tanto, las organizaciones políticas reclamaban la democratización del “otro” Artigas, el referente de las luchas colectivas del pueblo uruguayo.

Pero el Artigas concreto, de carne y hueso, el histórico había sido muy claro en relación al respeto por la soberanía popular: “el despotismo militar será precisamente aniquilado con trabas constitucionales que aseguren inviolable la soberanía de los pueblos”.

En forma paralela, el terrorismo de estado en la Argentina también idolatró al San Martín estratega militar, supuesto defensor del orden de los privilegios y enemigo de lo político.

De acuerdo a los distintos testimonios de los sobrevivientes de los 340 centros clandestinos de detención que funcionaron en el país durante la dictadura inaugurada el 24 de marzo de 1976, la imagen de San Martín también estaba en algunas de estas mazmorras en las que se violentaba a mujeres embarazadas y se mutilaba gente joven y anciana.

San Martín, al igual que Artigas, había sido demasiado preciso en torno a las armas del ejército. “La patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes, ni le da armas para que cometa la bajeza de abusar de estas ventajas ofendiendo a los ciudadanos con cuyos sacrificios se sostiene”, sostuvo el general de Los Andes.

Y agregó en Perú que “la presencia de un militar afortunado es temible a los estados que de nuevo se constituyen...el general San Martín jamás desenvainará la espada contra sus hermanos, sino contra los enemigos de la independencia de la América del Sur”.


Ni San Martín ni Artigas avalaban la prepotencia militar ni mucho menos el desprecio de la voluntad popular.

Sus imágenes presentes en las salas de torturas son el resultado de presentar y difundir durante décadas una historia en la que deliberadamente se despojaron los proyectos políticos, económicos y sociales que encarnaron.

Y, al mismo tiempo, haberlos presentado como los grandes vencedores del siglo XIX, cuando, en realidad, fueron los grandes derrotados, junto al sujeto histórico que expresaron: las mayorías populares.

Artigas y San Martín comenzaron sus exilios en el exacto momento en que López y Ramírez decidieron anudar relaciones e intereses con el puerto de Buenos Aires.

Desde entonces hubo demasiado bronce para los cuatro, poca verdad y mucha miseria para los que son más en estas tierras.

A 152 años de la muerte de San Martín, en estos tiempos crepusculares de Reutemann y Montiel, es preciso saber qué tipo de destino eligieron los supuestos prohombres santafesino y entrerriano en aquellos días en los que estuvieron a punto de quedarse con todo el poder.










































HACIA DONDE VA EL TERROR
Por Tomás Eloy Martínez





EL ataque del 11 de setiembre a las Torres Gemelas fue tan abominable por las matanzas de ese día y de los que siguieron (mucha gente sucumbió a los efectos de los gases tóxicos y a la caída de escombros) como por la confusión moral que ha suscitado en todas partes. Hace apenas unos días vi en lo alto del último edificio de departamentos de Seaside, una playa de Nueva Jersey, dos enormes banderas norteamericanas con una leyenda atroz: "O amas este país o te vas al infierno".
.
Aunque la traducción del último vocablo modera el brutal insulto en inglés, la frase refleja con nitidez el nacionalismo ramplón, la xenofobia y la intolerancia que se han apoderado de los ciudadanos menos reflexivos de los Estados Unidos a partir de la célebre declaración de guerra al terrorismo del presidente George W. Bush, que incluyó esta sentencia inolvidable: "Los que no están con nosotros están contra nosotros".
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Como no se trata de una guerra convencional entre naciones, sino de un enemigo inasible, que podría estar en cualquier parte, con determinación suicida y con un poder militar que no es fácil calcular, sería importante que Bush y sus huestes definieran qué entienden por terrorismo y quién es en verdad el adversario. Miles de personas inocentes están muriendo porque nadie sabe cuál es el verdadero blanco de esta contienda en la que casi todo se hace a ciegas.
.
Estados Unidos ha librado tres guerras después de 1945. Ha perdido una, la de Vietnam, y ha conseguido un empate doloroso en las otras dos, la de Corea y la del Golfo. La última es todavía una herida abierta en el corazón de los Bush, padre e hijo, y bastaría un pretexto mínimo para que se reanudasen los ataques a Irak invocando una democracia que no se exige, en cambio, a otros aliados como Arabia Saudita, Jordania y Egipto.
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La guerra al terrorismo empezó hace poco menos de un año con la promesa formal de liquidar en seguida a los dos presuntos autores intelectuales del ataque a las Torres: el millonario saudita Osama ben Laden y el mullah Omar, jefe de los talibanes. Según parece, ambos todavía están vivos, a pesar de que rastrearlos ha dejado una estela de sangre. El 1° de julio pasado, sin ir más lejos, unas cien personas celebraban una boda en la aldea de Kakrak, en el centro de Afganistán. Algunos de los invitados tuvieron la mala idea de disparar rifles al aire en el momento en que pasaba un bombardero AC-130. Los tripulantes del avión imaginaron que los disparos eran hostiles y replicaron con fuego pesado. Cincuenta y cuatro personas murieron, casi todas mujeres y niños, y unos ciento veinte fueron heridos. ¿Eso es también terrorismo o tan sólo fatalidad, estupidez, prejuicio como el que revelaba el cartel junto a la playa de Seaside?
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La palabra "terrorismo" es nueva y tal vea sea difícil ponerse de acuerdo sobre lo que significa. En el Diccionario de la Real Academia Española aparece por primera vez en 1869, con la indicación de que "es voz de uso reciente". El Oxford de la lengua inglesa la remonta a 1798 y la asocia por primera vez con el régimen jacobino de Francia. Para este diccionario, el fin del terrorismo es siempre político y los medios para alcanzarlo son violentos. El Oxford incluye dentro de esa categoría algunos movimientos glorificados ahora por la historia, como el de la resistencia francesa contra los nazis, el grupo sionista Irgun en Palestina y la guerrilla independentista de los mau-mau en Kenia.
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Saber de qué lado está la justicia es una búsqueda que las pasiones oscurecen. Para Edmund Burke, uno de los maestros de la teoría política, los terroristas eran -y los jacobinos le servían de ejemplo- aquellos que aterrorizaban a las poblaciones para retener el poder. En un notable artículo de Grenville Byford publicado en el último número de la revista conservadora Foreign Affairs , el lanzamiento de la bomba sobre Hiroshima sería, de acuerdo con ese criterio, un acto de terrorismo, porque "fue menos una misión militar que de advertencia", destinada a silenciar la resistencia japonesa.
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Los intereses de Washington
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Esas reflexiones son tal vez demasiado refinadas para George W. Bush y sus filósofos de cabecera -el vicepresidente Dick Cheney, el fiscal general John Ashcroft y la asesora de seguridad Condoleezza Rice-, que tienen objetivos más despejados. Para ellos, juzgar quién es terrorista y quién no lo es depende de los intereses de los Estados Unidos.
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Así fue antes y así es ahora. No hay que olvidar que el demonio Saddam Hussein no era menos demoníaco en 1979, cuando asumió el gobierno de Irak y purgó la administración de izquierdistas, o entre 1980 y 1987, cuando se enzarzó en una guerra contra Irán con la bendición norteamericana. Pero entonces convenía mirarlo de otra manera. También los Estados Unidos de Ronald Reagan cortejaron y adularon a Leopoldo Fortunato Galtieri cuando necesitaron el envío de tropas argentinas a la península de Sinaí y asesoramiento militar a los contras de Nicaragua. Eso no impidió que le dieran la espalda meses más tarde, cuando el incauto conquistador vernáculo invadió las Islas Malvinas y afectó el orgullo de Gran Bretaña, un aliado intocable.
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La franca vocación imperial de la administración Bush ha posado sus ojos en los conflictos de Oriente Medio y Extremo, no en el patio de atrás. Para ese equipo, América Latina es un asunto resuelto, desdeñable. En Venezuela alientan la cada vez más fuerte oposición interna a Hugo Chávez, cuyos continuos errores les facilitan el juego. En Colombia confían en la mano dura del presidente Alvaro Uribe para controlar tanto el narcotráfico como los ejércitos guerrilleros. Las fuerzas armadas de ese país duplicarán en pocos meses sus efectivos y sus armamentos. Y si Colombia arde -como empezó a arder el día de la asunción de Uribe y el lunes 12 otra vez, cuando se declaró el estado de emergencia nacional-, allí están los implacables paramilitares de Carlos Castaño para multiplicar el incendio.
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Después del 11 de setiembre, Estados Unidos ha abierto infinitos frentes porque no sabe dónde está el enemigo. En verdad, lo que hace es tratar de cazarlo como puede. El letrero de la playa de Seaside no sólo expresa idiotez y xenofobia. También es una señal de miedo y de ira. Lo que ha sucedido no fue una agresión salvaje pero identificable como la de Pearl Harbour en 1941. Sucedió un ataque atroz a las llaves del imperio: Wall Street y el Pentágono.
.
¿Y si el ataque se repite? La sola idea le resulta intolerable a un país que nunca había sido vulnerado. Mientras la retórica antiterrorista sube de tono, los Estados Unidos corren el peligro de inferir aún más daño, esta vez a sí mismos. Los escándalos financieros han debilitado la economía; los gigantescos gastos militares la están desangrando. A la vez, las simpatías que el país despertó en los últimos cien años por su defensa de las libertades individuales y por sus luchas contra los totalitarismos están siendo dilapidadas a toda velocidad.
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El ataque del 11 de setiembre no sólo destruyó las Torres Gemelas. Puede estar destruyendo también, solapadamente, silenciosamente, la cultura de puertas abiertas, de respeto al pensamiento y de fe en el trabajo que los Estados Unidos construyeron durante dos largos siglos.
.<< Comienzo de la notaEL ataque del 11 de setiembre a las Torres Gemelas fue tan abominable por las matanzas de ese día y de los que siguieron (mucha gente sucumbió a los efectos de los gases tóxicos y a la caída de escombros) como por la confusión moral que ha suscitado en todas partes. Hace apenas unos días vi en lo alto del último edificio de departamentos de Seaside, una playa de Nueva Jersey, dos enormes banderas norteamericanas con una leyenda atroz: "O amas este país o te vas al infierno".
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Aunque la traducción del último vocablo modera el brutal insulto en inglés, la frase refleja con nitidez el nacionalismo ramplón, la xenofobia y la intolerancia que se han apoderado de los ciudadanos menos reflexivos de los Estados Unidos a partir de la célebre declaración de guerra al terrorismo del presidente George W. Bush, que incluyó esta sentencia inolvidable: "Los que no están con nosotros están contra nosotros".
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Como no se trata de una guerra convencional entre naciones, sino de un enemigo inasible, que podría estar en cualquier parte, con determinación suicida y con un poder militar que no es fácil calcular, sería importante que Bush y sus huestes definieran qué entienden por terrorismo y quién es en verdad el adversario. Miles de personas inocentes están muriendo porque nadie sabe cuál es el verdadero blanco de esta contienda en la que casi todo se hace a ciegas.
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Estados Unidos ha librado tres guerras después de 1945. Ha perdido una, la de Vietnam, y ha conseguido un empate doloroso en las otras dos, la de Corea y la del Golfo. La última es todavía una herida abierta en el corazón de los Bush, padre e hijo, y bastaría un pretexto mínimo para que se reanudasen los ataques a Irak invocando una democracia que no se exige, en cambio, a otros aliados como Arabia Saudita, Jordania y Egipto.
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La guerra al terrorismo empezó hace poco menos de un año con la promesa formal de liquidar en seguida a los dos presuntos autores intelectuales del ataque a las Torres: el millonario saudita Osama ben Laden y el mullah Omar, jefe de los talibanes. Según parece, ambos todavía están vivos, a pesar de que rastrearlos ha dejado una estela de sangre. El 1° de julio pasado, sin ir más lejos, unas cien personas celebraban una boda en la aldea de Kakrak, en el centro de Afganistán. Algunos de los invitados tuvieron la mala idea de disparar rifles al aire en el momento en que pasaba un bombardero AC-130. Los tripulantes del avión imaginaron que los disparos eran hostiles y replicaron con fuego pesado. Cincuenta y cuatro personas murieron, casi todas mujeres y niños, y unos ciento veinte fueron heridos. ¿Eso es también terrorismo o tan sólo fatalidad, estupidez, prejuicio como el que revelaba el cartel junto a la playa de Seaside?
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La palabra "terrorismo" es nueva y tal vea sea difícil ponerse de acuerdo sobre lo que significa. En el Diccionario de la Real Academia Española aparece por primera vez en 1869, con la indicación de que "es voz de uso reciente". El Oxford de la lengua inglesa la remonta a 1798 y la asocia por primera vez con el régimen jacobino de Francia. Para este diccionario, el fin del terrorismo es siempre político y los medios para alcanzarlo son violentos. El Oxford incluye dentro de esa categoría algunos movimientos glorificados ahora por la historia, como el de la resistencia francesa contra los nazis, el grupo sionista Irgun en Palestina y la guerrilla independentista de los mau-mau en Kenia.
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Saber de qué lado está la justicia es una búsqueda que las pasiones oscurecen. Para Edmund Burke, uno de los maestros de la teoría política, los terroristas eran -y los jacobinos le servían de ejemplo- aquellos que aterrorizaban a las poblaciones para retener el poder. En un notable artículo de Grenville Byford publicado en el último número de la revista conservadora Foreign Affairs , el lanzamiento de la bomba sobre Hiroshima sería, de acuerdo con ese criterio, un acto de terrorismo, porque "fue menos una misión militar que de advertencia", destinada a silenciar la resistencia japonesa.
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Los intereses de Washington
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Esas reflexiones son tal vez demasiado refinadas para George W. Bush y sus filósofos de cabecera -el vicepresidente Dick Cheney, el fiscal general John Ashcroft y la asesora de seguridad Condoleezza Rice-, que tienen objetivos más despejados. Para ellos, juzgar quién es terrorista y quién no lo es depende de los intereses de los Estados Unidos.
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Así fue antes y así es ahora. No hay que olvidar que el demonio Saddam Hussein no era menos demoníaco en 1979, cuando asumió el gobierno de Irak y purgó la administración de izquierdistas, o entre 1980 y 1987, cuando se enzarzó en una guerra contra Irán con la bendición norteamericana. Pero entonces convenía mirarlo de otra manera. También los Estados Unidos de Ronald Reagan cortejaron y adularon a Leopoldo Fortunato Galtieri cuando necesitaron el envío de tropas argentinas a la península de Sinaí y asesoramiento militar a los contras de Nicaragua. Eso no impidió que le dieran la espalda meses más tarde, cuando el incauto conquistador vernáculo invadió las Islas Malvinas y afectó el orgullo de Gran Bretaña, un aliado intocable.
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La franca vocación imperial de la administración Bush ha posado sus ojos en los conflictos de Oriente Medio y Extremo, no en el patio de atrás. Para ese equipo, América Latina es un asunto resuelto, desdeñable. En Venezuela alientan la cada vez más fuerte oposición interna a Hugo Chávez, cuyos continuos errores les facilitan el juego. En Colombia confían en la mano dura del presidente Alvaro Uribe para controlar tanto el narcotráfico como los ejércitos guerrilleros. Las fuerzas armadas de ese país duplicarán en pocos meses sus efectivos y sus armamentos. Y si Colombia arde -como empezó a arder el día de la asunción de Uribe y el lunes 12 otra vez, cuando se declaró el estado de emergencia nacional-, allí están los implacables paramilitares de Carlos Castaño para multiplicar el incendio.
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Después del 11 de setiembre, Estados Unidos ha abierto infinitos frentes porque no sabe dónde está el enemigo. En verdad, lo que hace es tratar de cazarlo como puede. El letrero de la playa de Seaside no sólo expresa idiotez y xenofobia. También es una señal de miedo y de ira. Lo que ha sucedido no fue una agresión salvaje pero identificable como la de Pearl Harbour en 1941. Sucedió un ataque atroz a las llaves del imperio: Wall Street y el Pentágono.
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¿Y si el ataque se repite? La sola idea le resulta intolerable a un país que nunca había sido vulnerado. Mientras la retórica antiterrorista sube de tono, los Estados Unidos corren el peligro de inferir aún más daño, esta vez a sí mismos. Los escándalos financieros han debilitado la economía; los gigantescos gastos militares la están desangrando. A la vez, las simpatías que el país despertó en los últimos cien años por su defensa de las libertades individuales y por sus luchas contra los totalitarismos están siendo dilapidadas a toda velocidad.
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El ataque del 11 de setiembre no sólo destruyó las Torres Gemelas. Puede estar destruyendo también, solapadamente, silenciosamente, la cultura de puertas abiertas, de respeto al pensamiento y de fe en el trabajo que los Estados Unidos construyeron durante dos largos siglos.
.EL ataque del 11 de setiembre a las Torres Gemelas fue tan abominable por las matanzas de ese día y de los que siguieron (mucha gente sucumbió a los efectos de los gases tóxicos y a la caída de escombros) como por la confusión moral que ha suscitado en todas partes. Hace apenas unos días vi en lo alto del último edificio de departamentos de Seaside, una playa de Nueva Jersey, dos enormes banderas norteamericanas con una leyenda atroz: "O amas este país o te vas al infierno".
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Aunque la traducción del último vocablo modera el brutal insulto en inglés, la frase refleja con nitidez el nacionalismo ramplón, la xenofobia y la intolerancia que se han apoderado de los ciudadanos menos reflexivos de los Estados Unidos a partir de la célebre declaración de guerra al terrorismo del presidente George W. Bush, que incluyó esta sentencia inolvidable: "Los que no están con nosotros están contra nosotros".
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Como no se trata de una guerra convencional entre naciones, sino de un enemigo inasible, que podría estar en cualquier parte, con determinación suicida y con un poder militar que no es fácil calcular, sería importante que Bush y sus huestes definieran qué entienden por terrorismo y quién es en verdad el adversario. Miles de personas inocentes están muriendo porque nadie sabe cuál es el verdadero blanco de esta contienda en la que casi todo se hace a ciegas.
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Estados Unidos ha librado tres guerras después de 1945. Ha perdido una, la de Vietnam, y ha conseguido un empate doloroso en las otras dos, la de Corea y la del Golfo. La última es todavía una herida abierta en el corazón de los Bush, padre e hijo, y bastaría un pretexto mínimo para que se reanudasen los ataques a Irak invocando una democracia que no se exige, en cambio, a otros aliados como Arabia Saudita, Jordania y Egipto.
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La guerra al terrorismo empezó hace poco menos de un año con la promesa formal de liquidar en seguida a los dos presuntos autores intelectuales del ataque a las Torres: el millonario saudita Osama ben Laden y el mullah Omar, jefe de los talibanes. Según parece, ambos todavía están vivos, a pesar de que rastrearlos ha dejado una estela de sangre. El 1° de julio pasado, sin ir más lejos, unas cien personas celebraban una boda en la aldea de Kakrak, en el centro de Afganistán. Algunos de los invitados tuvieron la mala idea de disparar rifles al aire en el momento en que pasaba un bombardero AC-130. Los tripulantes del avión imaginaron que los disparos eran hostiles y replicaron con fuego pesado. Cincuenta y cuatro personas murieron, casi todas mujeres y niños, y unos ciento veinte fueron heridos. ¿Eso es también terrorismo o tan sólo fatalidad, estupidez, prejuicio como el que revelaba el cartel junto a la playa de Seaside?
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La palabra "terrorismo" es nueva y tal vea sea difícil ponerse de acuerdo sobre lo que significa. En el Diccionario de la Real Academia Española aparece por primera vez en 1869, con la indicación de que "es voz de uso reciente". El Oxford de la lengua inglesa la remonta a 1798 y la asocia por primera vez con el régimen jacobino de Francia. Para este diccionario, el fin del terrorismo es siempre político y los medios para alcanzarlo son violentos. El Oxford incluye dentro de esa categoría algunos movimientos glorificados ahora por la historia, como el de la resistencia francesa contra los nazis, el grupo sionista Irgun en Palestina y la guerrilla independentista de los mau-mau en Kenia.
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Saber de qué lado está la justicia es una búsqueda que las pasiones oscurecen. Para Edmund Burke, uno de los maestros de la teoría política, los terroristas eran -y los jacobinos le servían de ejemplo- aquellos que aterrorizaban a las poblaciones para retener el poder. En un notable artículo de Grenville Byford publicado en el último número de la revista conservadora Foreign Affairs , el lanzamiento de la bomba sobre Hiroshima sería, de acuerdo con ese criterio, un acto de terrorismo, porque "fue menos una misión militar que de advertencia", destinada a silenciar la resistencia japonesa.
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Los intereses de Washington
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Esas reflexiones son tal vez demasiado refinadas para George W. Bush y sus filósofos de cabecera -el vicepresidente Dick Cheney, el fiscal general John Ashcroft y la asesora de seguridad Condoleezza Rice-, que tienen objetivos más despejados. Para ellos, juzgar quién es terrorista y quién no lo es depende de los intereses de los Estados Unidos.
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Así fue antes y así es ahora. No hay que olvidar que el demonio Saddam Hussein no era menos demoníaco en 1979, cuando asumió el gobierno de Irak y purgó la administración de izquierdistas, o entre 1980 y 1987, cuando se enzarzó en una guerra contra Irán con la bendición norteamericana. Pero entonces convenía mirarlo de otra manera. También los Estados Unidos de Ronald Reagan cortejaron y adularon a Leopoldo Fortunato Galtieri cuando necesitaron el envío de tropas argentinas a la península de Sinaí y asesoramiento militar a los contras de Nicaragua. Eso no impidió que le dieran la espalda meses más tarde, cuando el incauto conquistador vernáculo invadió las Islas Malvinas y afectó el orgullo de Gran Bretaña, un aliado intocable.
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La franca vocación imperial de la administración Bush ha posado sus ojos en los conflictos de Oriente Medio y Extremo, no en el patio de atrás. Para ese equipo, América Latina es un asunto resuelto, desdeñable. En Venezuela alientan la cada vez más fuerte oposición interna a Hugo Chávez, cuyos continuos errores les facilitan el juego. En Colombia confían en la mano dura del presidente Alvaro Uribe para controlar tanto el narcotráfico como los ejércitos guerrilleros. Las fuerzas armadas de ese país duplicarán en pocos meses sus efectivos y sus armamentos. Y si Colombia arde -como empezó a arder el día de la asunción de Uribe y el lunes 12 otra vez, cuando se declaró el estado de emergencia nacional-, allí están los implacables paramilitares de Carlos Castaño para multiplicar el incendio.
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Después del 11 de setiembre, Estados Unidos ha abierto infinitos frentes porque no sabe dónde está el enemigo. En verdad, lo que hace es tratar de cazarlo como puede. El letrero de la playa de Seaside no sólo expresa idiotez y xenofobia. También es una señal de miedo y de ira. Lo que ha sucedido no fue una agresión salvaje pero identificable como la de Pearl Harbour en 1941. Sucedió un ataque atroz a las llaves del imperio: Wall Street y el Pentágono.
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¿Y si el ataque se repite? La sola idea le resulta intolerable a un país que nunca había sido vulnerado. Mientras la retórica antiterrorista sube de tono, los Estados Unidos corren el peligro de inferir aún más daño, esta vez a sí mismos. Los escándalos financieros han debilitado la economía; los gigantescos gastos militares la están desangrando. A la vez, las simpatías que el país despertó en los últimos cien años por su defensa de las libertades individuales y por sus luchas contra los totalitarismos están siendo dilapidadas a toda velocidad.
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El ataque del 11 de setiembre no sólo destruyó las Torres Gemelas. Puede estar destruyendo también, solapadamente, silenciosamente, la cultura de puertas abiertas, de respeto al pensamiento y de fe en el trabajo que los Estados Unidos construyeron durante dos largos siglos.
.EL ataque del 11 de setiembre a las Torres Gemelas fue tan abominable por las matanzas de ese día y de los que siguieron (mucha gente sucumbió a los efectos de los gases tóxicos y a la caída de escombros) como por la confusión moral que ha suscitado en todas partes. Hace apenas unos días vi en lo alto del último edificio de departamentos de Seaside, una playa de Nueva Jersey, dos enormes banderas norteamericanas con una leyenda atroz: "O amas este país o te vas al infierno".
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Aunque la traducción del último vocablo modera el brutal insulto en inglés, la frase refleja con nitidez el nacionalismo ramplón, la xenofobia y la intolerancia que se han apoderado de los ciudadanos menos reflexivos de los Estados Unidos a partir de la célebre declaración de guerra al terrorismo del presidente George W. Bush, que incluyó esta sentencia inolvidable: "Los que no están con nosotros están contra nosotros".
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Como no se trata de una guerra convencional entre naciones, sino de un enemigo inasible, que podría estar en cualquier parte, con determinación suicida y con un poder militar que no es fácil calcular, sería importante que Bush y sus huestes definieran qué entienden por terrorismo y quién es en verdad el adversario. Miles de personas inocentes están muriendo porque nadie sabe cuál es el verdadero blanco de esta contienda en la que casi todo se hace a ciegas.
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Estados Unidos ha librado tres guerras después de 1945. Ha perdido una, la de Vietnam, y ha conseguido un empate doloroso en las otras dos, la de Corea y la del Golfo. La última es todavía una herida abierta en el corazón de los Bush, padre e hijo, y bastaría un pretexto mínimo para que se reanudasen los ataques a Irak invocando una democracia que no se exige, en cambio, a otros aliados como Arabia Saudita, Jordania y Egipto.
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La guerra al terrorismo empezó hace poco menos de un año con la promesa formal de liquidar en seguida a los dos presuntos autores intelectuales del ataque a las Torres: el millonario saudita Osama ben Laden y el mullah Omar, jefe de los talibanes. Según parece, ambos todavía están vivos, a pesar de que rastrearlos ha dejado una estela de sangre. El 1° de julio pasado, sin ir más lejos, unas cien personas celebraban una boda en la aldea de Kakrak, en el centro de Afganistán. Algunos de los invitados tuvieron la mala idea de disparar rifles al aire en el momento en que pasaba un bombardero AC-130. Los tripulantes del avión imaginaron que los disparos eran hostiles y replicaron con fuego pesado. Cincuenta y cuatro personas murieron, casi todas mujeres y niños, y unos ciento veinte fueron heridos. ¿Eso es también terrorismo o tan sólo fatalidad, estupidez, prejuicio como el que revelaba el cartel junto a la playa de Seaside?
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La palabra "terrorismo" es nueva y tal vea sea difícil ponerse de acuerdo sobre lo que significa. En el Diccionario de la Real Academia Española aparece por primera vez en 1869, con la indicación de que "es voz de uso reciente". El Oxford de la lengua inglesa la remonta a 1798 y la asocia por primera vez con el régimen jacobino de Francia. Para este diccionario, el fin del terrorismo es siempre político y los medios para alcanzarlo son violentos. El Oxford incluye dentro de esa categoría algunos movimientos glorificados ahora por la historia, como el de la resistencia francesa contra los nazis, el grupo sionista Irgun en Palestina y la guerrilla independentista de los mau-mau en Kenia.
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Saber de qué lado está la justicia es una búsqueda que las pasiones oscurecen. Para Edmund Burke, uno de los maestros de la teoría política, los terroristas eran -y los jacobinos le servían de ejemplo- aquellos que aterrorizaban a las poblaciones para retener el poder. En un notable artículo de Grenville Byford publicado en el último número de la revista conservadora Foreign Affairs , el lanzamiento de la bomba sobre Hiroshima sería, de acuerdo con ese criterio, un acto de terrorismo, porque "fue menos una misión militar que de advertencia", destinada a silenciar la resistencia japonesa.
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Los intereses de Washington
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Esas reflexiones son tal vez demasiado refinadas para George W. Bush y sus filósofos de cabecera -el vicepresidente Dick Cheney, el fiscal general John Ashcroft y la asesora de seguridad Condoleezza Rice-, que tienen objetivos más despejados. Para ellos, juzgar quién es terrorista y quién no lo es depende de los intereses de los Estados Unidos.
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Así fue antes y así es ahora. No hay que olvidar que el demonio Saddam Hussein no era menos demoníaco en 1979, cuando asumió el gobierno de Irak y purgó la administración de izquierdistas, o entre 1980 y 1987, cuando se enzarzó en una guerra contra Irán con la bendición norteamericana. Pero entonces convenía mirarlo de otra manera. También los Estados Unidos de Ronald Reagan cortejaron y adularon a Leopoldo Fortunato Galtieri cuando necesitaron el envío de tropas argentinas a la península de Sinaí y asesoramiento militar a los contras de Nicaragua. Eso no impidió que le dieran la espalda meses más tarde, cuando el incauto conquistador vernáculo invadió las Islas Malvinas y afectó el orgullo de Gran Bretaña, un aliado intocable.
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La franca vocación imperial de la administración Bush ha posado sus ojos en los conflictos de Oriente Medio y Extremo, no en el patio de atrás. Para ese equipo, América Latina es un asunto resuelto, desdeñable. En Venezuela alientan la cada vez más fuerte oposición interna a Hugo Chávez, cuyos continuos errores les facilitan el juego. En Colombia confían en la mano dura del presidente Alvaro Uribe para controlar tanto el narcotráfico como los ejércitos guerrilleros. Las fuerzas armadas de ese país duplicarán en pocos meses sus efectivos y sus armamentos. Y si Colombia arde -como empezó a arder el día de la asunción de Uribe y el lunes 12 otra vez, cuando se declaró el estado de emergencia nacional-, allí están los implacables paramilitares de Carlos Castaño para multiplicar el incendio.
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Después del 11 de setiembre, Estados Unidos ha abierto infinitos frentes porque no sabe dónde está el enemigo. En verdad, lo que hace es tratar de cazarlo como puede. El letrero de la playa de Seaside no sólo expresa idiotez y xenofobia. También es una señal de miedo y de ira. Lo que ha sucedido no fue una agresión salvaje pero identificable como la de Pearl Harbour en 1941. Sucedió un ataque atroz a las llaves del imperio: Wall Street y el Pentágono.
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¿Y si el ataque se repite? La sola idea le resulta intolerable a un país que nunca había sido vulnerado. Mientras la retórica antiterrorista sube de tono, los Estados Unidos corren el peligro de inferir aún más daño, esta vez a sí mismos. Los escándalos financieros han debilitado la economía; los gigantescos gastos militares la están desangrando. A la vez, las simpatías que el país despertó en los últimos cien años por su defensa de las libertades individuales y por sus luchas contra los totalitarismos están siendo dilapidadas a toda velocidad.
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El ataque del 11 de setiembre no sólo destruyó las Torres Gemelas. Puede estar destruyendo también, solapadamente, silenciosamente, la cultura de puertas abiertas, de respeto al pensamiento y de fe en el trabajo que los Estados Unidos construyeron durante dos largos siglos.
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ENTRE EL OCÉANO Y LAS GUERRAS CIVILES

Por José Pablo Feinmann
San Martín debe su lugar como “padre de la patria” a una percepción que nunca abandonó: no entrar en las guerras internas del país. Fue el guerrero de la soberanía exterior, papel que jugó brillantemente. Llega al país en una corbeta de nombre “George Canning”, acaso una ironía o no. Canning había sido el lúcido ministro británico que no quería guerrear sino comerciar con la América del Sur, “ganaremos más así, las mercancías serán más efectivas que los fusiles”. Lo fueron; las mercancías y los empréstitos. Nada tuvo que ver con eso San Martín. Las mercancías y los empréstitos los trae la burguesía comercial rivadaviana, con la que San Martín no tuvo trato. El era el guerrero de la soberanía nacional, vivió obsedido por echar a los españoles de América y por mantener su sable limpio de sangre criolla. Todas las estatuas que lo recuerdan lucen inmaculadas, indiscutidas por esa decisión.
Es Rondeau quien le pide, desde el gobierno de Buenos Aires, que suspenda la campaña libertadora y regrese al territorio nacional, ponga el Ejército Libertador al servicio de las facciones internas y le solucione a Buenos Aires los problemas que tiene con el federalismo del litoral. Aquí, San Martín, un soldado eminentemente profesional, desobedece. Su espada no se desenvaina en luchas interiores, sino exteriores. Primero hay que liberar –creándolo– el territorio que configure las fronteras de una patria nueva, luego se verá qué se hace dentro de ella. De esta forma, continúa la campaña libertadora. Se encuentra con Bolívar y ahí chocan un militar político y un militar profesional. Bolívar está tramado por las ambiciones. San Martín advierte que las suyas llegan a su fin, que Bolívar (y Antonio José de Sucre) pueden terminar la campaña libertadora y que su presencia ya no es necesaria. Su condición de militar profesional le dice que el ejército de la liberación está en buenas manos; su condición de militar no político le dice que su hora ha llegado al crepúsculo y debe retirarse, ya que nada más ambiciona. Interesa ver cómo la ausencia de metas políticas le entrega a San Martín esa pureza estrictamente militar que lo salvó de manchar su honor guerrero en partidismos y ambiciones que otros tuvieron y padecieron a la hora de su valoración póstuma. San Martín es el guerrero que llega, libra la batalla y se va. Para quedarse hubiera necesitado ser un político, algo que jamás fue.
Brevemente veamos qué hace cuando regresa al país (luego de una estancia en Europa) en febrero de 1829. Poco tiempo atrás –el 13 de diciembre de 1828– Lavalle, utilizando a los veteranos del Ejército de Los Andes que acababan de triunfar en tierras brasileñas, en Ituzaingó, derroca al gobernador federal Manuel Dorrego y lo fusila. Un golpe político-militar que pone al Ejército de Los Andes al servicio de las facciones internas. La guerra civil es inminente y San Martín, con su prestigio, pareciera poder evitarla. Lavalle sube a bordo y lo visita, dado que San Martín no desembarca. Este no-desembarco es fundamental: la guerra que había que librar era sucia, era poner al ejército de la liberación como policía interna de la burguesía de Buenos Aires. Lavalle acababa de hacerlo, acababa de fusilar a Dorrego. ¿Qué le va a pedir a San Martín? Le pide que continúe la tarea que él ha comenzado. San Martín no baja a tierra. Lavalle sí. Entre el general que baja a tierra y el general que se va hacia la pureza del mar hay un abismo. Lavalle se hunde en las contiendas civiles. Héroes del Ejército Libertador como Ramón Estomba o Federico Rauch arrasan, bajo sus órdenes, la campaña de Buenos Aires, cazan indios y federales, los atan a las bocas de los cañones y hacen fuego. Lavalle se va a Montevideo y hace esa campaña financiada por ingleses y franceses, esa campaña trágica que le da excusas a Rosas para dar rienda libre a la Mazorca y que hunde a Lavalle en la melancolía y la derrota ingloriosa. Había sido un gran militar del Ejército Libertador, famoso por sus cargasde caballería en Pasco y Riobamba. Termina como policía de la guerra sucia de los tenderos porteños, fusilando a Dorrego bajo los consejos miserables de los ideólogos de casaca negra y luchando contra el despotismo rosista sin convicción, derrotado en su conciencia, con la culpa por la muerte de Dorrego. Lavalle es el San Martín que desembarcó. El que sometió al Ejército de Los Andes a los intereses facciosos. San Martín es el guerrero que no quiso ser Lavalle. Que fue San Martín y eligió el océano, la distancia y no la tierra, el desembarco en la patria convulsionada, el barro de la historia. Su pureza se conserva y acaso eso le depare el título que ostenta, el de padre de la patria. Es posible que lo sea, pero de la patria de las fronteras: dibujó la soberanía del territorio, el espacio, nunca supo o nunca quiso hacer nada dentro de él.
En su testamento lega su sable a Juan Manuel de Rosas por las luchas del Restaurador contra ingleses y franceses. El viejo revisionismo centrado en el gaucho de los Cerrillos quiere ver en el gesto un respaldo a la política de Rosas. No, San Martín, una vez más, otorga su bendición al héroe de una guerra contra el agresor extranjero. Vivió obsesionado por la soberanía del territorio nacional y también por la ajenidad ante las cuestiones que dentro de él se debatían. De aquí la pureza de su figura. Si quiso que su legado fuera ése, fue uno de los pocos argentinos que, impecablemente, logró lo que se propuso.



Thursday, August 15, 2002



INCREDULIDAD Y DESCOMPOSICIÓN


AUTOR: JORGE CONTI

“La mayor parte de las conductas es parte de una situación de profunda desestructuración. Las respuestas que se dan son desesperadas y no tienen que ver con una acción racional. La indignación existe y no cabe duda de que en situaciones de desestructuración se desatan los más exasperados, los más irracionales en su furia. No es la gran mayoría, pero la sociedad conduce a situaciones de desesperación y hay gente que da este tipo de respuestas. Hoy la sociedad se caracteriza por un avance de conductas poco relacionadas con los costos de la acción. Hay algunos que están raptando personas por dos mil pesos. Son conductas fuera de toda racionalidad costo-fines, aunque los que hagan eso sean pobres”. (Ricardo Sidicaro, sociólogo, en diálogo con “Página/12”, 13,08.02.)

La crisis de credibilidad de la clase política argentina está asociada a la crisis mundial de representación que surgió con la globalización y la sociedad de mercado, pero también a los estilos y metodologías en parte heredados y en parte inéditos de la política nacional. El fraude, el clientelismo, el acomodo, el nepotismo, el tráfico de influencias, el oportunismo, los acuerdos de cúpula, son vicios tradicionales de la política criolla y luego de un corto período de “buena letra” post dictadura, se repusieron alegremente sin que se pueda culpar de ellos a la sociedad de mercado. En todo caso, le fueron funcionales.
Con el modelo neoliberal globalizado, la injusticia social, la desocupación y el sistema de exclusión presentaron en nuestro país una cara mucho más cruel y despiadada porque ese modelo fue aprovechado como una nueva oportunidad para perpetrar maniobras que eran inéditas entre nosotros: los “lobbies” a favor de ciertos grupos durante las privatizaciones, el soborno para aprobar o “cajonear” proyectos de ley, las coimas por parte de prestadores del PAMI u otros servicios sociales, el contrabando institucionalizado con la llamada “aduana paralela”, el lavado de dinero, el enriquecimiento ostentado sin pudor.
Esa nómina de infamias cambió la política argentina a partir del servilismo del poder judicial e introdujo un lenguaje desconocido que muy pronto se hizo habitual: el oportunismo se transformó en “pragmatismo”, los delitos se convirtieron en “errores”, los sobornos pasaron a ser “retornos”, la cadena de escándalos se disfrazó de “casualidad permanente”, el cumplimiento de la cláusula constitucional para la reelección pasó a ser “proscripción” y la malversación se metamorfoseó en “robo para la corona”.
Llegó un momento en el que las palabras, a fuerza de significar cualquier cosa, no significaban nada: el lenguaje también se había privatizado. La política se quedó sin discurso y lo sustituyó por la imagen, se convirtió en “video-política”. El último nexo con la sociedad se había roto.
Como no represento a nadie y por lo tanto no puedo hablar más que en nombre de mí mismo, me es necesario decir que desde hace dos años estoy haciendo todo el esfuerzo intelectual posible para otorgar crédito a los propósitos de la clase política por recuperar la credibilidad perdida. Acompasar el gasto político a la crisis que comparte la mayor parte de la población pareció en el 2001 un primer paso plausible, no porque fuera a ser la solución de la economía, sino porque podía disolver el encono de quienes padecen la crisis en carne viva.
Yo advertía, sin embargo que si todo se redujera a esto, la brecha entre política y sociedad seguiría ensanchándose. De la clase política se esperaba, lo que cabe esperar de la clase política: que cumpliera con las promesas electorales, que fuera capaz de darle solución a los problemas más afligentes e tuviera la inteligencia necesaria para enfrentar a los representantes mundiales y domésticos del “establishment”, doblemente encrespados en momentos en que el modelo ya estaba siendo abandonado en el mundo y empezaba a mostrar evidencias de haberse agotado en la Argentina.
Pero estos eran aspectos parciales de una realidad mucho más dramática aún, dominada por los vicios tradicionales y recientes, las conductas y el discurso o lenguaje de la política, estaban señalando que era la cultura política misma, en toda su amplitud, la que había que cambiar. Pero el gobierno de la Alianza, empezando por el mismo De La Rúa, era impermeable al espectáculo de una sociedad que empezaba a descomponerse en sus narices.
El gobierno que había llegado al poder prometiendo cambiar todo, era incapaz de ver que lo habían cambiado a él: no hay nada más resistente al cambio que una cultura incorporada, especialmente si se trata de una cultura del enriquecimiento a través de la función pública y de la chicana para mantenerse en ella. Sin embargo, en aquellos días todavía podía parecer muy duro decir que era una generación nueva de políticos la que concretaría ese cambio.



Ha pasado un año y, en su transcurso, todas las barbaridades que quedaban por hacer se hicieron. Pero Carlos Menem y a su séquito, en aquél entonces cadáveres políticos, proponen planes económicos, formulan juicios de valor sobre la sociedad y plantean lo que harían si fueran gobierno, como si lam máquina de olvidar de la novela de George Orwell hubiera pasado por la historia.
El 20 de mayo de 2001el vicegobernador de Buenos Aires, Felipe Solá hizo declaraciones sobre el problema de los piqueteros de la ruta 3. Les pedía sensibilidad a Patricia Bullrich y a Juan Pablo Cafiero “como ex peronistas”, diciendo que “uno se puede enojar con los organizadores, pero éstos son como mensajeros de los que viene atrás y lo de atrás es lo más cierto”. También dijo que “el corte de los planes ‘Trabajar’ fue salvaje y sin aviso”.
Yo no podía creerlo. Era cierto lo que decía, pero que lo dijera Felipe Solá, a quien jamás le escuchéamos una sola palabra sobre los cambios salvajes provocados por Menem, ni de apoyo a los piqueteros durante aquella gestión, hacía pensar inevitablemente que si lo decía en ese momento no era porque se enterneciera por la suerte de los piqueteros, sino porque se trataba de un gobierno de otro signo. Es la vieja cultura política, definitivamente muerta y a la que nadie le cree.
Recordando esas declaraciones y mirando todo lo ocurrido en poco más de un año, es posible preguntarse si podrá Felipe Solá protagonizar su reemplazo por otra cultura de la decencia y la verdad. Es sólo un ejemplo. Los legisladores santafesinos que aprobaron la boleta sábana entre gallos y medianoche, también. Podría citar muchos nombres más, pero dejo abierta la lista para que el lector los agregue. Y cambiar esto ya era en esos días mucho más difícil que recortarse las dietas.
La crisis de credibilidad de la clase política está asociada a dos aspectos: 1) la crisis de representación como fenómeno mundial surgido con la globalización y el modelo mercantilista; 2) una metodología en parte heredada y en parte nueva, basada en los vicios viejos del fraude, el clientelismo, el nepotismo, el acomodo y el oportunismo por un lado y por el otro los vicios nuevos como los “lobbies” a favor de ciertos intereses, los sobornos, el contrabando y el lavado de dinero surgidos con la aplicación “a la criolla” del modelo, amparados por una justicia servil al poder político y disimulados por el FMI y los Estados Unidos que, ahora y cuando los favores recibidos ya se han pagado, se acuerdan de condenar la corrupción y los desvíos de fondos.
Estas formas de construir la política vaciaron también el lenguaje, porque todo lo que antes representaba un disvalor fue potabilizado con eufemismos como “error” por delito, “pragmatismo” por oportunismo y “retornos” por coimas. Al vaciarse el lenguaje, la política se quedó sin discurso y lo sustituyó por la imagen: había nacido la “video política”, universo virtual en el que es más importante parecer que ser.
Roto el último nexo con la sociedad, la política pasó a conformar una subcultura en la que lo ético fue reemplazado por lo útil, la verdad por el interés y el ciudadano por el consumidor. Por duro que resulte, se llega a la conclusión de que no se trata de “gestos” que, si bien son plausibles, no bastan para recuperar la legitimidad de la representación, ni la credibilidad: se trata de cambiar la cultura política.
Pero ¿son solamente los modos de una cultura política y una generación de políticos lo que hay que cambiar?. ¿Y la cultura de los negocios instalada por los grandes empresarios que hicieron su agosto durante la dictadura y el menemismo?. En la Cumbre Económica del Mercosur 2001, la consultora internacional Pricewaterhouse Cooper presentó un “índice de transparencia” según el cual, en la década de los ’90 la Argentina perdió inversiones por 18.700 millones de dólares a causa de la “opacidad” de sus reglas de juego económicas.
El presidente de la consultora, James Schiro, dijo que los países deben aumentar sus niveles de transparencia para lograr un crecimiento económico, pero el estudio señala que en los ’90, cuando la Argentina tuvo el “boom” de las inversiones atadas a las privatizaciones, fue cuando más denuncias de corrupción hubo. Esto indica que las inversiones eran atraídas más por las prácticas “sucias”, confusas o corruptas, que por la transparencia de las reglas, porque la “opacidad” garantiza mayores ganancias.
Conclusión: también la cultura empresaria ha basado su universo en el aprovechamiento de la venalidad. Porque, como dice una antigua verdad, “para que haya un corrupto, tiene que haber un corruptor”. Esto, sin hablar de la forma en que sacan partido de la desocupación para abaratar en forma inhumana el precio del trabajo o plantear condiciones laborales dignas del más rancio capitalismo manchesteriano.
Pero la cultura de la corrupción política y empresaria no se podrían sostener si no hubiera una cultura de la corrupción en la justicia, cultura que ha dejado un saldo igual de pérdida de la credibilidad por parte de la sociedad.
Y lo peor es que inmerso en esa cultura de la corrupción, “bajo la ley del piloto automático”, es el mismo tejido social el que incorpora esas conductas, reclamando la misma impunidad de la que gozan sus dirigentes. ¿No habría que buscar allí el origen de la ola de crímenes, delitos y violencia que azota a la Argentina y que, en los últimos tiempos, da lugar a sospechar que contribuye premeditada y organizadamente a la desestabilización democrática?



No nos engañemos. El problema de la Argentina es mucho más grave que una crisis de credibilidad de la política. Son las raíces mismas de nuestra cultura las que han sido dañadas casi mortalmente. Las nuevas redes sociales espontáneas, que se van creando al margen de lo institucional, a veces de un modo invisible, son las que hasta ahora la han salvado, rehaciendo el tejido donde más dañado estaba.
Mientras tanto, es de esperar que actores económicos, dirigentes políticos y representantes de la justicia afinen su percepción para captar que estamos, esta vez sí, ante un verdadero y real proceso de descomposición.


Tuesday, August 13, 2002



Deuda externa: Argentina tropezó dos veces con la misma piedra

Por Daniel Merolla
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Argentina fue uno de los países latinoamericanos que ignoró la lección dada por la crisis de la deuda en 1982 e hizo crecer de nuevo sin ton ni son la burbuja del crédito externo a tal punto que su estallido, 20 años después, dejó al país en las ruinas de la pobreza y el aislamiento.
La mañana del 24 de diciembre de 2001, el fugaz presidente peronista Adolfo Rodríguez Saá declaró la moratoria de deuda (default) más grande de la historia, por 100.000 millones de dólares, ante la casi total insolvencia del Estado para afrontarla.
Dos gobiernos dictatoriales y uno democrático de extracción peronista dejaron como herencia hace 20 años un explosivo endeudamiento de unos 44.000 millones de dólares.
Mario Brodersohn, ex secretario de Hacienda del gobierno del radical socialdemócrata Raúl Alfonsín (1983-1989), al comentar las diferencias entre la crisis que le tocó gestionar y la actual, indicó a la AFP que "hoy cada país sigue su propia estrategia de la deuda y en aquella época hubo casi un 'default' simultáneo en México, Brasil y Argentina".
México fue el primero en declarar una moratoria parcial, cuando el 21 de agosto de 1982 comunicó a sus acreedores bancarios que no podía pagar.
Pero tras la superación de la primera crisis con el Plan Brady, la deuda argentina siguió creciendo como una bola de nieve, alimentada por los préstamos de todo tipo pedidos por otros tres gobiernos surgidos de las urnas, que la elevaron hasta 141.000 millones de dólares hacia finales del año pasado.
El compromiso financiero no era inquietante en sí mismo en 2001, pero representaba el 52% del Producto Bruto Interno y cinco años de exportaciones, reflejando una evidente incapacidad de repago.
Hoy Argentina se enfrenta a una situación mucho más compleja que en la década del 80 para salir de la moratoria. "En 1982 la deuda era con los bancos acreedores y ahora la deuda es con los mercados y por lo tanto más difícil de renegociar", describió a la AFP Enrique Folcini, ex presidente del Banco Central entre 1989 y 1991.
Brodersohn coincidió con Folcini: "La diferencia es que entonces la deuda se concentraba en sólo 500 bancos y permitía una negociación más concentrada. Hoy la deuda está en bonos dispersos por todo el mundo".
"Hoy una solución tipo Brady (refinanciar con bancos acreedores) es mucho más difícil y los países necesitan el apoyo del FMI", comentó a la AFP Adolfo Canitrot, secretario de Programación Económica en el gobierno de Alfonsín cuando el país entró temporariamente en cese de pagos en 1989.
"Argentina debe demostrar ahora vocación de pago, con una balanza comercial favorable, aunque la apertura que impulsa EEUU no es ventajosa, porque vendemos los mismos productos que ellos", agregó Canitrot.
Un documento del Foro de la Deuda, firmado por un centenar de académicos de las ciencias económicas comprueba que "la burbuja estalló. El modelo elegido por Argentina exhibe un triste récord: fue implementado por quienes crearon la deuda en 1970, por quienes la estatizaron en los 80 y quienes la renegociaron varias veces", señala .
La cita del Foro se refiere, por ejemplo, a funcionarios como Domingo Cavallo, presidente del Banco Central cuando fijó un seguro de cambio que estatizó la deuda de las empresas en 1982, y dos veces ministro de Economía, cuando firmó el Plan Brady y lanzó dos megacanjes de bonos pactando intereses astronómicos.
La chispa que encendió la mecha de la nueva crisis fue el aumento sin pausa de la tasa de riesgo país al calor de la desconfianza, que derivó en diciembre de 2001 en un impopular bloqueo de fondos bancarios en dólares y luego en la caída del gobierno del radical Fernando de la Rúa (1999-2001), a sangre y fuego, en medio de una rebelión con más de 30 muertos.
Hace 20 años, la dictadura en retirada dejó a Alfonsín el campo minado de una deuda que se pagó a fuerza de planes como el Austral, en 1985, que intentó atar el tipo de cambio para generar fondos de repago y estabilizar la economía.
Pero en 1989 el país se volvió a incendiar con una crisis simultánea del sector externo, el tipo de cambio y las finanzas públicas, con una hiperinflación que obligó a Alfonsín a entregar el poder antes de cumplir el mandato.
Durante una década gobernó al país el presidente Carlos Menem (1989-1999), quien sepultó el ideario nacionalista y estatista de su partido peronista, para aplicar un plan neoliberal de privatizaciones y apertura.
Su ministro estabilizador fue Domingo Cavallo, quien logró domesticar la inflación poniéndole un chaleco de fuerza al tipo de cambio y solventar el déficit fiscal creciente con endeudamiento externo.
Cavallo procuró poner en orden la deuda con la firma del Plan Brady al refinanciar en 1992 una deuda de 64.000 millones de dólares a 30 años, pero a costa de hipotecar las cuentas fiscales hacia el futuro con elevados intereses.
El pago de intereses aumentó de 2.000 millones de dólares en 1990 hasta casi 11.000 millones anuales en 2001, lo que representaba más de la cuarta parte de la necesidad de financiamiento del Estado, justo cuando la recesión se tornó brutal y se desplomaban los ingresos fiscales.
El actual gobierno en retirada del presidente peronista Eduardo Duhalde sigue cumpliendo a duras penas los vencimientos de la deuda con los organismos multilaterales, mientras trata de salir del 'default'.







Monday, August 12, 2002

LO “NATURAL” ES LA TECNOLOGIA
No podemos cerrarnos a metodologías que puedan responder a necesidades médicas reales y no a caprichos estéticos, elitistas o discriminatorios.


Alberto Kornblihtt. BIOLOGO MOLECULAR. PROFESOR DE LA UBA E INVESTIGADOR DEL CONICET.














Dos semanas atrás, en esta misma sección, Francis Fukuyama escribió un artículo muy crítico sobre la biotecnología.

Coincido con él (¡qué horror para un respetuoso de las ideas de Marx coincidir con quien decretó el fin de la historia!) en que la clonación y las tecnologías genéticas aplicables a humanos debieran ser de interés de todas las personas, religiosas o no, y no sólo de aquellas que se oponen a la destrucción de embriones y al aborto. Tiene razón al afirmar que la característica principal del hombre es su extrema complejidad, que surge de múltiples y aún desconocidas interacciones entre los 30.000 genes que conforman nuestro genoma, y que la causalidad genética de la conducta y otras características de orden superior como la personalidad y la inteligencia es cuanto menos nebulosa. Como también lo es pretender "mejorarlas" a través de la ingeniería genética.

Es cierto que una tecnología que busque manipular la naturaleza humana no sólo podría acarrear consecuencias imprevistas sino que podría minar la propia base de los derechos humanos respecto de la igualdad.

No obstante, su negativa a la biotecnología humana merece ser debatida, ya que está inspirada en posturas de una ecología mal entendida (ecologismo) y en una definición arbitraria de lo natural.

La especie humana apareció hace unos 200.000 años, o sea, "ayer" si se lo compara con la aparición de la vida, ocurrida hace 3.800 millones de años. Antes de la aparición del hombre, miles de especies animales, vegetales y bacterianas surgieron, se expandieron y se extinguieron. Se cree que el tiempo promedio de duración de una especie es de alrededor de 200 millones de años. La extinción es algo natural, en tanto y en cuanto ocurrió múltiples veces sin la intervención ni proteccionista ni destructiva del hombre (simplemente no estábamos) y probablemente seguirá ocurriendo pese a tal intervención.

No hay duda de que la aparición del hombre ha producido profundos cambios en la estructura de los ecosistemas de la Tierra. Cultivamos la tierra, cambiamos el curso de los ríos, seleccionamos y domesticamos animales y plantas que no existían tal como hoy las conocemos en la naturaleza prehumana. Surcamos los aires en máquinas voladoras y la tierra en rodados veloces. Mantenemos alimentos y medicamentos en cadenas de frío producidas por electricidad, sin las cuales nuestra morbilidad y mortalidad serían espantosas. Operamos tumores que, de quedar donde estaban, nos matarían rápidamente. Curamos con cierto grado de racionalidad y mucho de pragmatismo decenas de enfermedades. Inventamos anteojos para "leer" desde moléculas hasta galaxias, pasando por el diario. Tomamos decisiones en base a informaciones transmitidas por la velocidad de la luz en forma inalámbrica.

Podría seguir enumerando, pero me pregunto: ¿es todo esto natural o artificial? No dudo de que todo lo que hacemos es natural porque somos parte de la naturaleza y nuestra esencia humana consiste justamente en transformar la naturaleza. Si no fuera así, ¿alguien podría explicar qué tiene de "natural" (uso comillas para lo natural como lo de escasa o nula intervención humana) cultivar miles de hectáreas con una única especie como el trigo o el arroz, hecho fundamental en el pasaje nómade al sedentario de hace 10.000 años y base indispensable de la alimentación de los pueblos? O, ¿qué hay de "natural" en criar y alimentar vacas para luego matarlas en serie de un garrotazo, enfriar sus músculos por días para prevenir su contaminación bacteriana, asarlos al fuego y comérnoslos como bifes? El hombre es tecnológico por naturaleza a causa del desarrollo diferencial de su cerebro, que le confiere habilidades distintivas de especie, tales como hablar, calcular, computar, reflexionar, proyectar; pero también comprar, vender, mentir y sobornar.



Cuando cambiar es mejorar

Me parecen vanos los esfuerzos por preservar la naturaleza a imagen y semejanza de los tiempos prehumanos, supuestamente porque es más pura, en un contexto que no tenga como objetivo fundamental la preservación de la especie humana y los derechos básicos de sus integrantes. Por supuesto que debemos conservar, no contaminar, no destruir ni dañar todo aquello del ambiente que sea beneficioso directa o indirectamente para el hombre; pero también debemos modificar, transformar, humanizar, tecnologizar, revolucionar y socializar todo aquello que haga que la humanidad viva más y mejor, menos pobre y más feliz.

Los cultivos transgénicos, por ejemplo, cuya derrota en Europa Fukuyama parece saludar, representan un desarrollo tecnológico donde entran en juego tanto prejuicios "naturalistas" como intereses económicos. Al igual que con cualquier variedad vegetal producida por cruzamiento, es imprescindible estudiar exhaustivamente la bioseguridad de cada variedad transgénica, esto es, comprobar que además del carácter beneficioso introducido (resistencia a virus, herbicidas, insectos, etc.) no presenta riesgos ni perjuicios comprobables para la salud humana y animal ni para el ecosistema. El adjetivo "transgénico" sólo se refiere a la metodología por la cual se obtuvo la nueva variedad y no a sus propiedades; no califica ni de bueno ni de malo; no nos informa (aunque le pongamos una etiqueta al producto) de su seguridad o peligrosidad, ni de su "naturalidad" o artificialidad. Un híbrido obtenido por cruzamiento tradicional puede resultar mucho más alejado de la norma "natural" que un transgénico. Habrá transgénicos donde los beneficios superan a los perjuicios y viceversa, por lo cual no se los debe ni prohibir ni imponer en su conjunto sino analizarlos individualmente, teniendo en cuenta los impactos biológicos, económicos y sociales.

El clonado de embriones humanos por transferencia nuclear merece un capítulo aparte. Existe consenso entre los científicos en mantener una moratoria a la clonación reproductiva, esto es, a la obtención de bebés humanos clonados por transferencia de núcleos provenientes de células somáticas de otro humano y no por la clásica, y sin duda más divertida, reproducción sexual. Por un lado, no existen motivaciones médicas ni psicológicas de peso para la clonación reproductiva. Por el otro, las técnicas de clonación son por ahora artesanales, de baja reproducibilidad y eficiencia, y acarrean peligros de acumulación de mutaciones genéticas incontrolables de efectos impredecibles. Pero si naciera un bebé humano clonado sano, no sería más que un bebé al que habría de cuidar, alimentar, abrigar, querer y educar como a cualquier otro bebé y terminaría con una personalidad e identidad únicas. Porque somos mucho más de lo que mandan nuestros genes. Somos el inevitable e irrepetible resultado de la interacción de nuestros genes con el ambiente físico, cultural y social en que crecemos. En todo caso, la fantasía determinista no es un motivo válido para impedir la clonación humana.

Distinta actitud debería tomarse frente a la clonación terapéutica, es decir, al uso de células embrionarias humanas con potencialidad de generar tejidos de reemplazo para adultos enfermos. Los posibles beneficios de estas investigaciones bien valen la pena de desenmascarar la hipocresía de quienes se niegan a utilizar embriones humanos generados de a decenas en los protocolos de fertilización asistida y que se sabe que nunca serán implantados en una madre sino que terminarán malográndose congelados por años en termos de nitrógeno líquido.

También existe consenso entre los biólogos que las terapias con genes deben limitarse a órganos de adultos (terapia génica somática) y no dirigirse a las células germinales de modo de evitar que la modificación genética sea heredable. Suena razonable una intangibilidad transitoria de nuestro genoma por los mismos motivos arriba enunciados para la clonación reproductiva. Pero no podemos cerrarnos definitivamente a metodologías que en un futuro puedan responder a necesidades médicas reales y no a caprichos estéticos o con fines elitistas o discriminatorios.

Cualesquiera terminen siendo las intervenciones del hombre sobre sus propios genes, nada nuevo se inventará respecto de la esclavización, sometimiento y explotación económica de un grupo de humanos sobre otro. No hace falta recurrir a la genética para generar desigualdad, discriminación, hambre, falta de educación y guerras. Ya existen, las tenemos aquí y en proporciones inmensamente mayores que las que podría generar cualquier manipulación genética. Las raíces de estos males están en el viejo capitalismo y no en los efectos de la nueva genética.

Está claro que estos temas son demasiado importantes como para dejarlos solamente en manos de los científicos. Mucho peor si se los deja sólo en manos de políticos con representatividad cuestionada y escaso contacto con sus bases.

La sociedad toda debe informarse, debe "exprimir" el conocimiento de los especialistas, sacar sus propias conclusiones y promover legislaciones cautas pero alejadas de fundamentalismos conservadores, es decir, de los que le temen a lo nuevo y pretenden frenar la historia por decreto.








LA ARGENTINA BIOTECNOLOGICA

Por Víctor H. Trucco





Antes de la Primera Guerra Mundial, la Argentina tuvo treinta y cinco años de crecimiento económico. Fueron buenas épocas, en las que se hacía lo que correspondía a aquellos tiempos y se crecía con el impulso extranjero, con la mano de obra, capital y mercados que demandaban nuestros productos. Entonces, nuestro país era el mayor exportador mundial de maíz.
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Por supuesto, no se pensaba entonces en la rotación de cultivos ni existían los agroquímicos ni los fertilizantes. La productividad era de una tonelada por hectárea. El desarrollo llegaba entonces sólo hasta una distancia de alrededor de 800 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Sin duda, la Argentina progresaba y lo hacía porque realizaba una actividad económica acorde con la tecnología y la economía de la época.
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La producción agrícola no es un proceso angelical, los cultivos no se desarrollan al cuidado de los dioses y las plantas no crecen lozanas y felices sin adversidades; en realidad, deben sobreponerse a la competencia de malezas, a las enfermedades producidas por bacterias, hongos y virus, al daño de plagas e insectos. Todas éstas, calamidades "naturales".
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Hasta hace pocos años, la inexistencia de herbicidas hacía imprescindible arar la tierra para poder sembrar y producir. Esta actividad fue primero muy rudimentaria, luego más tecnificada; pero las labranzas fueron deteriorando los suelos, los que poco a poco perdieron materia orgánica, estructura y capacidad de retención de agua, y hasta se fue perdiendo el propio suelo con sus nutrientes. Los agricultores, técnicos y científicos han vivido permanente preocupados por la superación de estos problemas.
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Malthus prenunciaba guerras desatadas por el hambre, ya que la producción de alimentos sería insuficiente para atender el crecimiento poblacional. Sin embargo, el siglo XX concluyó con 6000 millones de personas y, aunque el hambre no fue erradicada, subsiste en una proporción inferior y con una población que ha incrementado enormemente su expectativa de vida. Este fenómeno fue posible porque la producción de alimentos creció más que la población, gracias a la incorporación de los progresos de la tecnología agropecuaria. Esto ocurrió en el mundo y en la Argentina (aquí, a veces a destiempo).
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Iniciamos el siglo XXI con la Argentina produciendo 70 millones de toneladas, una reacción que sólo fue posible en los últimos años y tiene que ver con la llegada de la siembra directa, la generalización del uso de fertilizantes, la disponibilidad de agroquímicos y la biotecnología.
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Hay que destacar que hablamos de una producción sana, ya que la desnutrición, el hambre y la mortalidad infantil no la provocan los alimentos: los problemas se presentan cuando las personas no se pueden alimentar bien, por no contar con el dinero suficiente. Por otra parte, debemos tener en cuenta que los mayores daños a los agroecosistemas los han propiciado las labranzas. En la década del 90 el problema era muy preocupante. El Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) midió la pérdidas del suelo y publicó un libro cuyo título expresaba la preocupación: Alerta amarillo . Hoy ese proceso ha perdido interés gracias a la siembra directa.
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Mejoramiento genético
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Actualmente la Argentina es líder en el mundo en agricultura de conservación: la siembra directa en nuestro país supera el 50 por ciento, mientras que en los Estados Unidos sólo alcanza el 15 por ciento.
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También hay que considerar que cuando se producen 10 toneladas de maíz en una hectárea, con el grano se van proteínas, y con las proteínas, nitrógeno, fósforo, azufre y otros elementos, que si no son adicionados al suelo, éste cada día produce menos, porque pierde nutrientes. De modo que el empleo de fertilizantes no es un vicio del productor, ni tampoco perjudica al suelo si se emplea en forma racional y profesional. Ciertamente, en aquellas partes del mundo en las que se emplean cantidades enormes de fertilizantes, éstos no son absorbidos por los cultivos y terminan en los ríos y los mares, pero eso no es lo que ocurre en la Argentina.
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Para lograr los niveles de producción actuales ha sido necesario mejorar también la producción de semillas y esta tarea existe desde que empezó la agricultura. Los primeros trigos, por ejemplo, desgranaban naturalmente y por lo tanto no se alcanzaba a recolectarlos, de modo que el hombre seleccionó las plantas y sembró las semillas de aquellas que desgranaban menos. La alta producción, necesaria para alimentar a la humanidad, es posible gracias al mejoramiento vegetal. Tarea que ha tenido que ver primero con la genética que descubrió Mendel y últimamente con la genética molecular, cuyos avances dieron lugar a la biotecnología.
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En la Argentina se reconocieron tempranamente las oportunidades de la biotecnología y se constituyó en 1991 la Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria (Conabia), integrada por científicos y técnicos de primer nivel, que ha seguido paso a paso los procedimientos de evaluación y control, de modo que puedan producirse cultivos transgénicos con seguridad.
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Uno de los primeros resultados de la incorporación de la biotecnología en la Argentina ha sido la incorporación de una variedad de soja que, por una modificación en el metabolismo de la planta, resiste a la aplicación del herbicida glifosato, que controla todo tipo de malezas por tener la propiedad de inhibir una enzima vital para la planta, responsable de la síntesis de aminoácidos aromáticos. De este modo, hoy se ha simplificado el control de malezas.
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El glifosato es una molécula muy simple. Al ser aplicado sobre un cultivo, una parte es absorbida por la planta y desarrolla su acción, y la parte que llega al suelo es rápidamente degradada por las bacterias, de modo que no produce ningún tipo de contaminación y tampoco afecta a las bacterias responsables de la fijación simbiótica de nitrógeno por parte de la soja.
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La polémica
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La biotecnología ha desatado una polémica fenomenal, en la cual participan múltiples elementos: intereses económicos, de política internacional, de percepción pública por asociación con otros acontecimientos no relacionados con la biotecnología e ideológicos.
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A pesar de las polémicas y de su repercusión en la prensa, la Argentina exporta sin problemas la mayor parte de su harina de soja transgénica a la Unión Europea, por la sencilla razón de que allí saben que desde el punto de vista nutricional no difiere de la soja no transgénica y porque la necesitan.
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Quienes se oponen a esta tecnología, como no han encontrado ningún argumento científicamente sólido, pretenden que se tomen medidas de precaución frente a "riesgos desconocidos". Obviamente, esto es un absurdo que sólo se le puede ocurrir a alguien que no tiene ningún interés en el progreso, en que las cosas cambien, en que se puedan producir más y mejores productos.
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Las personas que rechazan la biotecnología y los agroquímicos representan un mercado que desde la Argentina se puede atender, y de hecho hay productores que lo hacen. Se produce soja no transgénica, sin emplear ningún tipo de productos químicos, lo que constituye la producción orgánica, de menor productividad, no necesariamente más sana, y de mayor precio. Una cosa no impide la otra, pero no podemos confundir un mercado orgánico pequeño y que seguramente puede crecer con otro de 15.000 millones de dólares, como es el agroalimentario.
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La superficie agrícola mundial es desde hace muchos años prácticamente la misma y hacer sólo agricultura orgánica significa quitarle a la agricultura los insumos y por lo tanto llevarla a los niveles de producción anteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando no se empleaban agroquímicos ni fertilizantes. Esto representa un escenario aterrador: 6000 millones de personas, con la producción de sesenta años atrás.
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Aclaremos que el mundo no está preocupado por la forma de producción de la Argentina: está preocupado por la incompetencia de gestión pública, que ha llevado el país con mayor producción de proteínas por habitante a tener desnutrición. La agricultura argentina es competitiva porque se practica de acuerdo con los tiempos que vivimos: producimos con la mejor tecnología del momento. Esto es lo que nos permite competir con países que subsidian, aun teniendo en este momento un 20 por ciento de impuestos a las exportaciones.
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Lo que me resulta difícil de comprender es el empecinamiento de algunas personas contra el plan Soja Solidaria. Que sólo es un fantástico acto solidario de muchísimas personas dispuestas a capacitar y de productores dispuestos a donar soja, sensibles a las necesidades por las que pasa gran parte del pueblo argentino. Posible por la generosidad, es una organización que no maneja dinero, en la que no interviene la política. Este plan actualmente atiende a unas 2500 instituciones y 250.000 personas en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires, adonde se envían 30.000 kilogramos por semana; unas cien entidades y 40.000 personas en Rosario, y también llega a muchísimos lugares del interior.
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No se puede analizar la agricultura y la seguridad alimentaria con una lógica doméstica, sin información, pensando que lo que uno cree tiene que ver con el conocimiento. La Argentina pasa por un momento clave de su historia: tenemos que decidir qué camino tomar, cómo salir del atolladero, discutir sueños y nuevos paradigmas. Podemos aprender de nuestra historia. Lo que no podemos hacer es pretender vivir como se vivía un siglo atrás, con la tecnología de aquella época.
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El autor es doctor en bioquímica y presidente de la Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (Aapresid).
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